Capitulo 38

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—Voy a ser el único del co­le­gio con una her­ma­na muer­ta.

—Será guay. Te li­bra­rás de hacer los de­be­res du­ran­te mucho tiem­po y le gus­ta­rás a todas las chi­cas.

Cal re­fle­xio­na.

—¿Se­gui­ré sien­do her­mano?

—Por su­pues­to.

—Pero tú no lo sa­brás.

—Ya lo creo que sí.

—¿Me vi­si­ta­rá tu fan­tas­ma?

—¿Tú quie­res?

Son­ríe con ner­vio­sis­mo.

—Po­dría asus­tar­me.

—En­ton­ces no.

No puede estar quie­to, no hace más que pa­sear por la al­fom­bra entre mi cama y el ar­ma­rio. Algo ha cam­bia­do entre no­so­tros desde el hos­pi­tal. Ya no in­ter­cam­bia­mos bro­mas de la misma sol­tu­ra.

—Tira la tele por la ven­ta­na si quie­res, Cal. A mí me ayudó a sen­tir­me mejor.

—No quie­ro.

En­ton­ces en­sé­ña­me un truco de magia.

—Sale co­rrien­do en busca de su ma­te­rial y vuel­ve con su cha­que­ta es­pe­cial, la negra con bol­si­llos ocul­tos.

—Ob­ser­va muy aten­ta­men­te.

Ata dos pa­ñue­los de seda por una es­qui­na y se los mete en el puño. Abre la mano dedo a dedo. Vacía.

—¿Cómo lo has hecho?

Él sa­cu­de la ca­be­za y se da unos to­que­ci­tos en la nariz con la va­ri­ta.

—Los magos no re­ve­la­mos nues­tros se­cre­tos.

—Hazlo otra vez.

En lugar de eso, se acer­ca y des­plie­ga una ba­ra­ja de car­tas de­lan­te de mí.

—Elige una, mí­ra­la y no me digas cuál es.

Elijo la reina de picas y luego la de­vuel­vo a la ba­ra­ja. Cal des­plie­ga de nuevo las car­tas, esta vez boca arri­ba, pero la reina ya no está.

—¡Eres bueno, Cal!

Se deja caer sobre la cama.

—No lo su­fi­cien­te. Ojalá pu­die­ra hacer algo gran­de, algo tre­men­do.

—Pue­des cor­tar­me en dos con una sie­rra si quie­res.

El son­ríe, pero casi in­me­dia­ta­men­te se echa a llo­rar, en si­len­cio al prin­ci­pio, y luego con pro­fun­dos so­llo­zos. Por lo que sé, sólo es la se­gun­da vez que llora, así que quizá lo ne­ce­si­te. Los dos ac­tua­mos como si no pu­die­ra evi­tar­lo, como si fuera una he­mo­rra­gia nasal sin re­la­ción al­gu­na con lo que está sin­tien­do. Tiro de él hacia mí y lo abra­zo. Hipa en mi hom­bro, sus lá­gri­mas tras­pa­san mi pi­ja­ma. Quie­ro la­mer­las. Sus lá­gri­mas au­tén­ti­cas.

—Te quie­ro, Cal.

Aun­que le haga llo­rar diez veces más fuer­te, me ale­gro de ha­ber­me atre­vi­do a de­cír­se­lo.

Nú­me­ro trece: abra­zar a mi her­mano mien­tras la noche se asien­ta en el al­féi­zar de la ven­ta­na.

Adam se mete en la cama. Se tapa con el edre­dón hasta la bar­bi­lla como si tu­vie­ra frío o te­mie­ra que el techo fuese a caer­le en­ci­ma.

—Tu padre va a com­prar ma­ña­na una cama ple­ga­ble, y la pon­drá aquí para mí.

—¿Ya no vas a dor­mir con­mi­go nunca más?

—Quizá no quie­ras, Tess. Quizá no quie­ras que te abra­ce.

—¿Y si quie­ro?

—Pues en­ton­ces te abra­za­ré.

Pero está ate­rra­do. Lo veo en sus ojos.

—No pasa nada; te dejo mar­char.

Calla.

—No, en serio. Te li­be­ro.

—No quie­ro li­be­rar­me. —se in­cli­na sobre mi y me besa—. Des­piér­ta­me si me ne­ce­si­tas.

Se duer­me en­se­gui­da. Me quedo des­pier­ta es­cu­chan­do cómo se apa­gan todas las luces de la ciu­dad. Las bue­nas no­ches su­su­rra­das. El pe­re­zo­so cru­ji­do de los mue­lles de las camas.

En­cuen­tro la mano de Adam y la su­je­to con fuer­za.

Me ale­gro que exis­tan los por­te­ros de noche, las en­fer­me­ras y los ca­mio­ne­ros. Me con­sue­la saber que en otros paí­ses con di­fe­ren­tes usos ho­ra­rios, las mu­je­res están la­van­do ropa en el río y los niños se di­ri­gen a la es­cue­la. En algún lugar del mundo ahora mismo, un niño oye el ale­gre so­ni­do del cen­ce­rro de una cabra mien­tras sube por una mon­ta­ña. Me ale­gro mucho de eso.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora