Capitulo 35

738 22 0
                                    

Arran­co el ves­ti­do de seda de su per­cha y le hago un corte ho­ri­zon­tal justo por de­ba­jo de la cin­tu­ra. Las ti­je­ras estás afi­la­das, así que es fácil, como des­li­zar metal por agua. Al ves­ti­do azul cru­za­do le abro una raja en dia­go­nal en el pecho. Los co­lo­co junto sobre la cama, como un par de ami­gos en­fer­mos, y los aca­ri­cio.

No me sirve de nada.

Los es­tú­pi­dos te­ja­nos que com­pre con Cal nunca me han que­da­do bien, así que les corto las per­ne­ras a la al­tu­ra de las ro­di­llas. Les arran­co los bol­si­llo a todos los pan­ta­lo­nes de chán­dal abro agu­je­ros en mis su­da­de­ras y lo tiro todo sobre la cama.

Tardo una eter­ni­dad en rom­per las botas. Me due­len los bra­zos y re­sue­llo. Pero esta ma­ña­na me han hecho una trans­fu­sión y en las venas me hier­ve la san­gre de otras per­so­nas, así que no me de­ten­go. Rajo las dos botas de arri­ba abajo. Dos alar­man­tes he­ri­das.

Quie­ro estar vacía. Quie­ro vivir en un lugar des­pe­ja­do.

Abro la ven­ta­na y lanzo las botas. Ate­rri­zan en la hier­ba.

El cielo es un único nu­ba­rrón gris. Cae una débil llo­viz­na.

El co­ber­ti­zo está mo­ja­do. La hier­ba está hú­me­da. La bar­ba­coa se oxida sobre sus rue­das.

Saco el resto de ropa del ar­ma­rio. Me sil­ban los pul­mo­nes, pero no paro. Los bo­to­nes salen dis­pa­ra­dos cuan­do des­ga­rro los abri­gos. Hago pe­da­zos los jer­séis. Agu­je­reo todos los pan­ta­lo­nes. Pongo los za­pa­tos en fila en el al­féi­zar de la ven­ta­na y les corto las lengüetas.

Es agra­da­ble. Me sien­to viva.

Cojo los ves­ti­dos de la cama y los tiro por la ven­ta­na junto con los za­pa­tos. Caen al jar­dín y se que­dan allí bajo la llu­via.

Com­prue­bo el móvil. No hay men­sa­jes. Ni lla­ma­das per­di­das.

Odio mi ha­bi­ta­ción. Todo en ella me re­cuer­da a otras cosas.

El pe­que­ño cuen­co de por­ce­la­na de St. Ives. El tarro de ce­rá­mi­ca ma­rrón donde mamá guar­da­ba las ga­lle­tas. El perro dor­mi­do con su pan­tu­fla que tenía la abue­la en la re­pi­sa de la chi­me­nea. Mi man­za­na verde de cris­tal. Todo acaba en la hier­ba salvo el perro, que se es­tre­lla con­tra la valla.

Los li­bros se abren cuan­do los lanzo. Sus hojas ale­tean como aves exó­ti­cas, se rom­pen y bajan re­vo­lo­tean­do. Los CD y DVD pasan como Fris­bees por en­ci­ma de la va­llas. Que se los ponga Adam a sus nue­vos ami­gos de la uni­ver­si­dad cuan­do yo haya muer­to.

Edre­dón, sá­ba­nas, man­tas, todo va fuera. Los fras­cos y cajas de me­di­ca­men­tos de mi me­si­ta de noche, la je­rin­gui­lla me­cá­ni­ca de in­fu­sión sub­cu­tá­nea, la crema Dir­po­ba­se, la Aqueous Cream. El jo­ye­ro.

Rajo el puf, de­co­ro el suelo con bolas de po­li­es­ti­reno y arro­jo la bolsa vacía a la llu­via. El jar­dín está muy ani­ma­do. Cre­ce­rán cosas.

Ár­bo­les de pan­ta­lo­nes. Vides de li­bros. Luego me ti­ra­ré yo misma por la ven­ta­na y echa­ré raí­ces en esa fran­ja os­cu­ra que hay junto al co­ber­ti­zo.

Sigo sin re­ci­bir nin­gún men­sa­je. Lanzo el móvil por la ven­ta­na.

El te­le­vi­sor pesa como un coche. Me duele la es­pal­da. Me arden las pier­nas. Lo arras­tro por la al­fom­bra. No puedo res­pi­rar, tengo que parar. La ha­bi­ta­ción se mueve. Res­pi­ra. Res­pi­ra. Pue­des ha­cer­lo. Tiene que des­a­pa­re­cer todo.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora