Cuatro y veinte y el mar es gris. También el cielo, pero el cielo tiene un tono más claro y no se mueve tan deprisa. El mar me marea; tiene que ver con ese movimiento incesante que nadie puede detener aunque quiera.
—Es una locura estar aquí —dice Zoey—. ¿Cómo he dejado que me convencieras?
Estamos sentadas en un banco frente a la playa. Un lugar prácticamente desierto. Lejos, en la arena, un perro ladra a las olas. Su dueño es un punto diminuto en el horizonte.
—Antes veníamos aquí de vacaciones en verano —le cuento—. Cuando mi madre aún no se había ido. Antes de ponerme enferma. Nos alojábamos en el hotel Croddkeys. Por las mañanas desayunábamos y pasábamos el día entero en la playa. Y todos los días así durante dos semanas.
—¡Qué divertido! —resopla Zoey, hundiéndose en el banco y cruzándose el abrigo sobre el pecho.
—Ni siquiera volvíamos al hotel para comer. Papá hacía sándwiches y compraba paquetes de Angel Delight para reparar natillas. Lo mezclaba con leche en la playa, en un Tupperware. El sonido del tenedor contra el recipiente sonaba muy extraño en medio del ruido del oleaje y las gaviotas.
Zoey me dirige una larga mirada, penetrante.
—No te habrás olvidado de tomar algún medicamento importante hoy, ¿verdad?
—¡Qué va! —La agarro del brazo y la acerco a mí—. Vamos, te enseñaré el hotel al que íbamos. Caminamos por el paseo marítimo. Abajo, la arena está cubierta de sepias gruesas y llenas de marcas, como si la marea las hubiera arrojado unas contra otras. Bromeo con la posibilidad de recogerlas y venderlas a una tienda de animales para los periquitos, pero en realidad lo encuentro muy extraño. No recuerdo que ocurriera esto cuando veníamos de vacaciones.
—Quizá suceda sólo en otoño —sugiere Zoey—. Ya sabes, por la contaminación. Esta locura de planeta está agonizando. Deberías considerarte afortunada por poder escapar de aquí.
Luego añade que necesita orinar, baja la escalera hasta la arena y se agacha. No puedo creerlo. No hay nadie por aquí, pero debería preocuparla que la vieran. El chorro de pipí hace un hoyo en la arena y desaparece, humeante. Tiene aspecto de una mujer primitiva mientras se levanta y regresa a mi lado.
Nos quedamos un rato contemplando el mar. Se precipita hacia la orilla, espumea, se retira.
—Me alegra de que seas amiga mía, Zoey. —Le cojo la mano y se la sujeto con fuerza. Caminamos a lo largo del malecón. Estoy a punto de hablarle de Adam, del paseo en moto y de lo que sucedió en la colina, pero me resulta demasiado difícil y en realidad no me apetece. Así que me sumerjo en los recuerdos del pasado. Todo me es familiar: la cabaña donde venden souvenires, las paredes encaladas de la heladería y el gigantesco cucurucho rosa que reluce en la puerta. Incluso encuentro el callejón cercano al puerto por el que se acorta el camino hasta el hotel.
—Parece distinto. Antes era más grande.
—Ya. Pero ¿es aquí?
—Sí.
—Estupendo, ¿podemos volver al coche?
Abro la cancela y recorro el pequeño sendero hasta la entrada.
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Antes de Morirme
Teen FictionTessa, una adolescente de 16 años, desde hacen años padece cáncer. Sabe que sus días son contados y que puede morir de un momento a otro por lo que decide hacer una lista de cosas que hacer antes de morirse. Pero en esta lista no hay nada complicado...