Capitulo 14

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—¿De dónde crees que la sa­ca­rá, Zoey?

Ella abre la boca en un enor­me bos­te­zo.

—¿De Dis­ney­lan­dia?

—¿Por qué te pones tan des­agra­da­ble?

Se da la vuel­ta en la cama para mi­rar­me.

—Por­que ese chico es abu­rri­do y feo y me tie­nes a mí, así que no sé qué te in­tere­sa de él. No de­be­rías ha­ber­le pe­di­do la droga. Ya te dije que te la con­se­gui­ría yo.

—Pues no es que hayas ve­ni­do mucho a verme.

—¡Que yo sepa, fui a vi­si­tar­te cuan­do es­ta­bas en el hos­pi­tal!

—¡Y que yo sepa, es­ta­ba allí por­que tú me di­jis­te que me me­tie­ra en el río!

Me saca la len­gua, así que miro de nuevo por la ven­ta­na. Hace horas que Adam ha re­gre­sa­do a casa; ha pa­sa­do den­tro media hora, y luego ha sa­li­do para re­co­ger hojas con el ras­tri­llo. Pen­sa­ba que ven­dría él, pero quizá es­pe­re que va­ya­mos no­so­tras.

Zoey se acer­ca a la ven­ta­na y lo ob­ser­va­mos. Cada vez que Adam echa hojas en la ca­rre­ti­lla, do­ce­nas de ellas vuel­ven a salir vo­lan­do y caen en la hier­ba.

—¿No tiene nada mejor que hacer?

Sabía que Zoey pen­sa­ría eso. Su aguan­te es mí­ni­mo cuan­do se trata de es­pe­rar. Si plan­ta­ra una se­mi­lla, se aga­cha­ría a es­pe­rar verla cre­cer de un mo­men­to a otro.

—Está arre­glan­do el jar­dín.

Zoey me lanza una mi­ra­da mor­daz.

—¿Es re­tra­sa­do?

—¡Qué dices!

—¿No de­be­ría estar en la uni­ver­si­dad o algo así?

—Creo que cuida de su madre.

Ella me ob­ser­va con ojos cons­pi­ra­do­res.

—Te gusta, ¿eh?

—Ton­te­rías.

—Sí. Estás enamo­ra­da de él en se­cre­to. Sabes cosas de él que no po­drías saber si no te gus­ta­ra. Sa­cu­do la ca­be­za, tra­tan­do de di­sua­dir­la de esa idea. Ahora Zoey ju­ga­rá con esto, lo hará más gran­de de lo que ha­bría sido sin ella.

—¿Lo es­pías todos los días desde aquí?

—No.

—Apues­to a que sí. Voy a pre­gun­tar­le si tú tam­bién le gus­tas.

—¡Zoey, no!

Corre hacia la puer­ta rien­do.

—¡Voy a pre­gun­tar­le si quie­re ca­sar­se con­ti­go!

—Por favor, Zoey. No le eches todo a per­der.

Re­gre­sa a mi lado len­ta­men­te, sa­cu­dien­do la ca­be­za.

—¡Tessa, creía que en­ten­días las nor­mas! Nunca dejes que un tío sea dueño de tu co­ra­zón; es fatal.

—¿Qué hay de Scott y de ti?

—Eso es dis­tin­to.

—¿Por qué?

Son­ríe.

—Es sólo sexo.

—No, no lo es. Cuan­do vi­nis­teis a vi­si­tar­me al hos­pi­tal, no po­días apar­tar los ojos de él. —¡Bo­ba­das!

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora