Capitulo 44

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La luz es des­ga­rra­do­ra.

Papá bebe un té junto a la cama. Quie­ro de­cir­le que se está per­dien­do Good Mor­ning Te­le­vi­sión, pero no estoy se­gu­ra. No estoy se­gu­ra de la hora.

Tam­bién esta co­mien­do. Ga­lle­tas con salsa pi­can­te y queso ched­dar. Me gus­ta­ría que me ape­te­cie­ran. In­tere­sar­me por el sabor, por las cosas cru­jien­tes y secas que se des­me­nu­zan. Papá deja el plato cuan­do ve que estoy mi­ran­do y me coge la mano.

—Niña pre­cio­sa.

Le doy las gra­cias.

Pero mis la­bios no se mue­ven y él pa­re­ce no oírme.

Luego digo: Es­ta­ba pen­san­do en aque­lla ca­nas­ta que me hice cuan­do entré en el equi­po de ba­lon­ces­to del co­le­gio. ¿Re­cuer­das que to­mas­te mal las me­di­das y quedó de­ma­sia­do alta? Prac­ti­qué tanto con ella que luego en el co­le­gio los tiros siem­pre me sa­lían altos y al final me echa­ron del equi­po.

Pero tam­po­co eso pa­re­ce oírlo.

Así que me de­ci­do a con­tár­se­lo.

Papá ju­ga­ba al béis­bol con­mi­go aun­que lo de­tes­ta­bas y ha­brías pre­fe­ri­do que hu­bie­se ele­gi­do el crí­quet. Apren­dis­te fi­la­te­lia por­que yo que­ría tener una co­lec­ción de se­llos. Te has pa­sa­do horas muer­tas en los hos­pi­ta­les y jamás te has que­ja­do, ni una sola vez. Me ce­pi­lla­bas el pelo como ha­bría hecho una madre. Re­nun­cias­te a tu tra­ba­jo por mí, a tus ami­gos por mí, a cua­tro años de tu vida por mí. Casi nunca te he oído una sola queja. Me has de­ja­do estar con Adam. Me has de­ja­do cum­plir los ob­je­ti­vos de mi lista. Me he por­ta­do muy mal. Siem­pre pi­dien­do, pi­dien­do de­ma­sia­do. Y tú nunca has dicho: "Basta. Dé­ja­lo ya."

Hace tiem­po que que­ría de­cír­te­lo.

Cal me mira con aten­ción.

—Hola —me dice—. ¿Cómo estás?

Lo miro par­pa­dean­do.

Se sien­ta en la silla y me ob­ser­va.

—¿De ver­dad ya no pue­des ha­blar?

In­ten­to de­cir­le que sí, claro que puedo. ¿Es idio­ta o qué?

El sus­pi­ra, se le­van­ta y va hacia la ven­ta­na.

—¿Crees que soy de­ma­sia­do pe­que­ño para tener novia?

—Le digo que sí.

—Por­que mu­chos ami­gos míos ya la tie­nen. No es que sal­gan jun­tos en reali­dad. Sólo se man­dan men­sa­jes por el móvil.-Sa­cu­de la ca­be­za con in­cre­du­li­dad—. Jamás en­ten­de­ré eso del amor.

—Hola, Cal —dice Zoey.

Hola.

He ve­ni­do a des­pe­dir­me. O sea, ya me he des­pe­di­do, lo sé, pero se me ha ocu­rri­do ha­cer­lo otra vez.

—¿Por qué? ¿Adón­de vas?

Me gusta el peso de la mano de mamá en la mía.

—Si pu­die­ra cam­biar­me con­ti­go, lo haría, ya lo sabes —me dice.

Más tarde añade:

—Ojalá pu­die­ra aho­rrar­te todo esto.

Tal vez crea que no la oigo.

—Po­dría es­cri­bir a una de esas re­vis­tas que pu­bli­can his­to­rias reales para con­tar lo di­fí­cil que fue aban­do­na­ros —dice—. No quie­ro que creas que fue fácil.

Cuan­do tenía doce años bus­que Es­co­cia en un mapa y vi que más allá del río Firth es­ta­ban las islas Ór­ca­das y supe que había bar­cos que se la lle­va­rían aún más lejos.

Ins­truc­cio­nes para mamá

No re­nun­cies a Cal. No lo aban­do­nes ni re­gre­ses a Es­co­cia ni pien­ses que un hom­bre puede ser más im­por­tan­te que él. Te per­se­gui­ré desde la tumba si lo haces. Mo­ve­ré los mue­bles, te arro­ja­ré cosas a la cara y te asus­ta­ré tanto que te vol­ve­rás loca. Se buena con papá. En serio. Te es­ta­ré vi­gi­lan­do.

Me da un sorbo de agua he­la­da. Luego me co­lo­ca sua­ve­men­te un paño frío sobre la fren­te.

—Te quie­ro —me dice.

Como dos gotas de san­gre que caen sobre la nieve.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora