Capitulo 17

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Me pongo agre­si­va: le clavo el codo a una mujer en la es­pal­da al subir al au­to­bús. Ella se da la vuel­ta sor­pren­di­da, con los ojos desor­bi­ta­dos.

—¡Eh! —gruñe—. ¡Mira por dónde vas!

—¡Ha sido él! —re­pli­co, se­ña­lan­do al hom­bre que sube de­trás de mí, de­ma­sia­do ocu­pa­do con el be­rrean­te niño que lleva en bra­zos y ha­blan­do por el móvil para en­te­rar­se de que acabo de ca­lum­niar­lo.

La mujer me es­qui­va.

—¡Im­bé­cil! —le es­pe­to al hom­bre.

Eso sí lo oye.

En medio de la con­fu­sión, me cuelo sin pagar el bi­lle­te y busco u asien­to al fondo. Tres de­li­tos en menos de un mi­nu­to. No está mal.

He re­bus­ca­do en los bol­si­llos de la cha­que­ta mo­te­ra de Adam cuan­do ba­ja­ba la co­li­na, pero sólo había un en­cen­de­dor y un viejo pi­ti­llo liado, así que tam­po­co po­dría haber pa­ga­do el bi­lle­te. De­ci­do co­me­ter mi cuar­to de­li­to y en­cien­do el pi­ti­llo. Un vie­ja­les se gira y me apun­ta con el dedo.

—¡Apaga eso, niña!

—Vá­ya­se a la mier­da —le suel­to, lo que un tri­bu­nal tal vez po­dría ti­pi­fi­car como com­por­ta­mien­to le­si­vo.

Se me da bien esto. Ahora toca subir el lis­tón: tal vez un pe­que­ño ase­si­na­to.

Un hom­bre que va sen­ta­do dos filas de­lan­te está ali­men­tan­do al niño que lleva en el re­ga­zo con un prin­go­so bollo in­dus­trial. Me otor­go tres pun­tos por los co­lo­ran­tes quí­mi­cos que en­ve­ne­nan las venas del niño.

En el lado opues­to, una mujer se ata un pa­ñue­lo a la gar­gan­ta. Un punto por el bulto de su cue­llo, en carne viva y rojo como una pata de can­gre­jo.

Un punto más por la ex­plo­sión que arra­sa el au­to­bús cuan­do frena abrup­ta­men­te en el se­má­fo­ro. Dos por los gran­des pe­go­tes de plás­ti­co de­rre­ti­do que re­vien­tan en los asien­tos. Una orien­ta­do­ra que me vi­si­tó en el hos­pi­tal me dijo que no se trata de una per­ver­sión ex­clu­si­va­men­te mía. Ella pen­sa­ba que había mu­chas per­so­nas en­fer­mas que en se­cre­to desea­ban toda clase de males a las per­so­nas sanas.

Le conté que mi padre dice que el cán­cer es una trai­ción, pues­to que el cuer­po hace algo sin que el ce­re­bro lo sepa y lo con­sien­ta. Le pre­gun­té si creía que el juego de las ca­la­mi­da­des podía ser una ma­ne­ra e ven­gar­me men­tal­men­te.

"Po­si­ble­men­te. ¿Jue­gas mucho?", me con­tes­tó ella.

El au­to­bús pasa por de­lan­te del ce­men­te­rio, las ver­jas de hie­rro se abren. Tres pun­tos por los muer­tos que len­ta­men­te arran­can la tapa de sus ataú­des. Quie­ren hacer daño a los vivos, no pue­den evi­tar­lo. Sus gar­gan­tas se han con­ver­ti­do en ge­la­ti­na y sus dedos vis­co­sos bri­llan al débil sol oto­ñal.

Tal vez ya baste. Ahora hay de­ma­sia­da gente en el au­to­bús. Par­pa­dean y se mue­ven por el pa­si­llo. "Estoy en au­to­bús", res­pon­den al ale­gre tim­bre de sus mó­vi­les. Me de­pri­mi­ré si los mato a todos.

Hago un es­fuer­zo y me pongo a mirar por la ven­ta­ni­lla. Ya es­ta­mos en la ave­ni­da Wi­llis. Aquí es­ta­ba mi co­le­gio. ¡Y ahí la pe­que­ña tien­da! Me había ol­vi­da­do de que exis­tía, aun­que fue el pri­mer sitio de la ciu­dad en ven­der los re­fres­cos Slush Pup­pies. Zoey y yo nos com­prá­ba­mos uno cada día cuan­do vol­vía­mos a casa des­pués de clase. Tam­bién ven­den otras cosas: dá­ti­les e higos fres­cos, halva, pan de sé­sa­mo y lokum. No puedo creer que esa tien­da se me hu­bie­se bo­rra­do de la me­mo­ria.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora