Me pongo agresiva: le clavo el codo a una mujer en la espalda al subir al autobús. Ella se da la vuelta sorprendida, con los ojos desorbitados.
—¡Eh! —gruñe—. ¡Mira por dónde vas!
—¡Ha sido él! —replico, señalando al hombre que sube detrás de mí, demasiado ocupado con el berreante niño que lleva en brazos y hablando por el móvil para enterarse de que acabo de calumniarlo.
La mujer me esquiva.
—¡Imbécil! —le espeto al hombre.
Eso sí lo oye.
En medio de la confusión, me cuelo sin pagar el billete y busco u asiento al fondo. Tres delitos en menos de un minuto. No está mal.
He rebuscado en los bolsillos de la chaqueta motera de Adam cuando bajaba la colina, pero sólo había un encendedor y un viejo pitillo liado, así que tampoco podría haber pagado el billete. Decido cometer mi cuarto delito y enciendo el pitillo. Un viejales se gira y me apunta con el dedo.
—¡Apaga eso, niña!
—Váyase a la mierda —le suelto, lo que un tribunal tal vez podría tipificar como comportamiento lesivo.
Se me da bien esto. Ahora toca subir el listón: tal vez un pequeño asesinato.
Un hombre que va sentado dos filas delante está alimentando al niño que lleva en el regazo con un pringoso bollo industrial. Me otorgo tres puntos por los colorantes químicos que envenenan las venas del niño.
En el lado opuesto, una mujer se ata un pañuelo a la garganta. Un punto por el bulto de su cuello, en carne viva y rojo como una pata de cangrejo.
Un punto más por la explosión que arrasa el autobús cuando frena abruptamente en el semáforo. Dos por los grandes pegotes de plástico derretido que revientan en los asientos. Una orientadora que me visitó en el hospital me dijo que no se trata de una perversión exclusivamente mía. Ella pensaba que había muchas personas enfermas que en secreto deseaban toda clase de males a las personas sanas.
Le conté que mi padre dice que el cáncer es una traición, puesto que el cuerpo hace algo sin que el cerebro lo sepa y lo consienta. Le pregunté si creía que el juego de las calamidades podía ser una manera e vengarme mentalmente.
"Posiblemente. ¿Juegas mucho?", me contestó ella.
El autobús pasa por delante del cementerio, las verjas de hierro se abren. Tres puntos por los muertos que lentamente arrancan la tapa de sus ataúdes. Quieren hacer daño a los vivos, no pueden evitarlo. Sus gargantas se han convertido en gelatina y sus dedos viscosos brillan al débil sol otoñal.
Tal vez ya baste. Ahora hay demasiada gente en el autobús. Parpadean y se mueven por el pasillo. "Estoy en autobús", responden al alegre timbre de sus móviles. Me deprimiré si los mato a todos.
Hago un esfuerzo y me pongo a mirar por la ventanilla. Ya estamos en la avenida Willis. Aquí estaba mi colegio. ¡Y ahí la pequeña tienda! Me había olvidado de que existía, aunque fue el primer sitio de la ciudad en vender los refrescos Slush Puppies. Zoey y yo nos comprábamos uno cada día cuando volvíamos a casa después de clase. También venden otras cosas: dátiles e higos frescos, halva, pan de sésamo y lokum. No puedo creer que esa tienda se me hubiese borrado de la memoria.
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Antes de Morirme
Teen FictionTessa, una adolescente de 16 años, desde hacen años padece cáncer. Sabe que sus días son contados y que puede morir de un momento a otro por lo que decide hacer una lista de cosas que hacer antes de morirse. Pero en esta lista no hay nada complicado...