Capitulo 23

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Cal se acer­ca al trote desde el fondo del os­cu­ro jar­dín con la mano ex­ten­di­da.

—El si­guien­te —pide.

Mamá abre la caja de fue­gos ar­ti­fi­cia­les que tiene sobre el re­ga­zo. La mira como si eli­gie­ra un bom­bón, saca uno con de­li­ca­de­za y lee la eti­que­ta antes de dár­se­lo.

—Jar­dín En­can­ta­do —le dice.

Cal vuel­ve raudo junto a papá. Las pun­tas de sus ka­tius­kas en­tre­cho­can cuan­do corre. La luz de la luna se fil­tra entre las ramas del man­zano y sal­pi­ca la hier­ba.

Mamá y yo hemos sa­ca­do si­llas de la co­ci­na y es­ta­mos sen­ta­das junto a la puer­ta de atrás. Hace frío. El alien­to pa­re­ce humo. El in­vierno ha lle­ga­do, la tie­rra huele a hú­me­do, como si la vida en­co­gie­ra y las cosas se re­tra­je­ran sobre sí mis­mas para no per­der ener­gía.

—¿De ver­dad com­pren­des lo ho­rri­ble que es que te vayas y que nadie sepa dónde estás? —pre­gun­ta mamá.

Te­nien­do en cuen­ta que ella es la gran ex­per­ta en desa­pa­ri­cio­nes, me hecho a reír. Se sor­pren­de; ob­via­men­te, no ha cap­ta­do la iro­nía.

Papá dice que vol­vis­te y te pa­sas­te dos días se­gui­dos dur­mien­do.

—Es­ta­ba can­sa­da.

—Él es­ta­ba ate­rro­ri­za­do.

—¿Y tú?

—Los dos.

—¡Jar­dín En­can­ta­do! —anun­ció papá.

Se oye un sú­bi­to chas­qui­do, y unas flo­res he­chas de luz se ele­van en el aire, se ex­pan­den y luego caen y se des­a­pa­re­cen en la hier­ba.

—Ahhh —aprue­ba mamá—. Ése era pre­cio­so.

—Era un abu­rri­mien­to —ex­cla­ma Cal, que vuel­ve co­rrien­do hasta no­so­tras.

Mamá abre de nuevo la caja.

—¿Y qué tal un cohe­te? ¿Te pa­re­ce mejor?

—¡Un cohe­te sería es­tu­pen­do!

Cal corre en círcu­los por el jar­dín para ce­le­brar­lo antes de en­tre­gár­se­lo a papá. Jun­tos cla­van el palo en el suelo. Yo pien­so en el pá­ja­ro, en la co­ne­ja de Cal. En todos los ani­ma­les que han muer­to en nues­tro jar­dín, en sus es­que­le­tos apre­tu­ja­dos bajo la tie­rra.

—¿Y por qué te fuis­te a la costa? —pre­gun­ta mamá.

—Me ape­te­cía.

—¿Y por qué en el auto de papá?

Me en­co­jo de Hom­bros.

—Con­du­cir es­ta­ba en la lista.

—¿Sabes? No pue­des ir por ahí ha­cien­do lo que te dé la gana. Tie­nes que pen­sar en las per­so­nas que te quie­ren.

—¿Quié­nes?

—Las per­so­nas que te quie­ren.

—Éste va ha sonar fuer­te —avisa papá—. Tá­pen­se los oídos, se­ño­ras.

El cohe­te sale dis­pa­ra­do con un es­ta­lli­do tan po­ten­te que su ener­gía se ex­pan­de en mi in­te­rior. Las ondas so­no­ras pe­ne­tran en mi san­gre. Mi ce­re­bro ex­pe­ri­men­ta un ma­re­mo­to.

Mamá nunca me ha dicho que me quie­re. Jamás. No creo que lo haga nunca. Sería de­ma­sia­do obvio, de­ma­sia­do com­pa­si­vo. Nos haría sen­tir vio­len­tas a las dos. A veces sien­to cu­rio­si­dad por todas las cosas que de­bi­mos de trans­mi­tir­nos en si­len­cio antes de que yo na­cie­se, cuan­do era un ser pe­que­ño y os­cu­ro acu­rru­ca­do den­tro de ella.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora