Capitulo 12

1.4K 39 0
                                    

Sé que estoy en un hos­pi­tal en cuan­to abro los ojos. Todos hue­len igual, y la vía que tengo su­je­ta al brazo es do­lo­ro­sa­men­te fa­mi­liar. In­ten­to in­cor­po­rar­me, pero la ca­be­za me es­ta­lla y la bilis me sube a la gar­gan­ta.

Una en­fer­me­ra acude co­rrien­do con un re­ci­pien­te de car­tón, pero llega de­ma­sia­do tarde. La mayor parte me cae en­ci­ma y en las sá­ba­nas.

—No im­por­ta —dice—. Ahora mismo lo lim­pia­mos.

Me lim­pia la boca y luego me ayuda a co­lo­car­me de lado para desatar­me el ca­mi­són.

—El mé­di­co ven­drá en­se­gui­da.

Las en­fer­me­ras nunca te dicen lo que saben. Las con­tra­tan por su ac­ti­tud ri­sue­ña y su es­pe­so ca­be­llo. Es pre­cio­so que pa­rez­can vi­ta­les y sa­lu­da­bles, para ani­mar a los pa­cien­tes.

Sigue char­lan­do mien­tras me ayuda a po­ner­me un ca­mi­són lim­pio; me cuen­ta que antes vivía cerca del océano en Su­dá­fri­ca.

—Allí el sol está más cerca de la tie­rra y siem­pre hace calor.

Tira de las sá­ba­nas para qui­tar­las y saca otras lim­pias como por arte de magia.

—En In­gla­te­rra siem­pre tengo los pies fríos. Bueno, vamos a dar­nos la vuel­ta otra vez. ¿Lista? Eso es, ya está. Ah, justo a tiem­po, aquí llega el mé­di­co.

Es calvo, de piel blan­ca y de me­dia­na edad. Me sa­lu­da cor­tés­men­te y acer­ca la silla que hay bajo la ven­ta­na para sen­tar­se junto a la cama. No pier­do la es­pe­ran­za de que en algún hos­pi­tal de este país acabe tro­pe­zan­do con el mé­di­co per­fec­to, pero nunca son como es­pe­ro. Quie­ro un mago con capa y va­ri­ta, o un ca­ba­lle­ro con es­pa­da, al­guien que no tema a nada. Éste es tan soso y edu­ca­do como un ven­de­dor.

—Tessa, ¿sabes lo que es la hi­per­cal­ce­mia?

—Si digo que no, ¿puedo tener otra cosa?

Se queda des­con­cer­ta­do, y ahí está el pro­ble­ma, que nunca cap­tan el chis­te. Ojalá tu­vie­ra un ayu­dan­te. Un bufón es­ta­ría bien, al­guien que le hi­cie­ra cos­qui­llas con una pluma mien­tras da su opi­nión mé­di­ca.

Hojea el grá­fi­co que tiene sobre el re­ga­zo.

—La hi­per­cal­ce­mia se pro­du­ce cuan­do los ni­ve­les de cal­cio suben de­ma­sia­do. Te es­ta­mos dando bi­fos­fo­na­tos, que te ba­ja­rán esos ni­ve­les. Ya de­be­rías sen­tir­te mucho menos desorien­ta­da y sin náu­seas.

—Siem­pre estoy desorien­ta­da.

—¿Al­gu­na pre­gun­ta?

Me mira con aire ex­pec­tan­te, y la­men­to de­frau­dar­lo, pero ¿qué voy a pre­gun­tar­le a este hom­bre­ci­llo vul­gar?

Me dice que la en­fer­me­ra me dará algo para dor­mir mejor. Se le­van­ta y se des­pi­de con una in­cli­na­ción de ca­be­za.

Éste es el mo­men­to en que el bufón lle­na­ría el suelo de pie­les de plá­tano y luego ven­dría a sen­tar­se con­mi­go en la cama. Y nos reiría­mos a es­pal­das del mé­di­co cuan­do res­ba­la­ra.

Es de noche cuan­do des­pier­to, y no re­cuer­do nada. Me entra el pá­ni­co. Trató de com­ba­tir­lo du­ran­te unos diez se­gun­dos, pa­ta­lean­do entre las sá­ba­nas re­tor­ci­das, con­ven­ci­da de que me han rap­ta­do o algo peor.

Papá se acer­ca pre­su­ro­so, me aca­ri­cia la ca­be­za, su­su­rra mi nom­bre una y otra vez como un en­can­ta­mien­to má­gi­co.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora