Capitulo 13

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Pen­sa­ba que era por la ma­ña­na, pero no. Pen­sa­ba que la casa es­ta­ba tan si­len­cio­sa por­que todo el mundo se había ido.

Pero sólo son las seis, y estoy aquí des­ve­la­da, con la luz mor­te­ci­na del ama­ne­cer.

Saco un pa­que­te de ga­lle­ti­tas de queso del ar­ma­rio de la co­ci­na y en­cien­do el radio. De­bi­do a un cho­que en ca­de­na, va­rias per­so­nas han pa­sa­do la noche atra­pa­das en los co­ches en la M3. No había en las pro­xi­mi­da­des nin­gún baño pú­bli­co, y los ser­vi­cios de emer­gen­cia han te­ni­do que pro­por­cio­nar­les co­mi­da y agua. Pa­ra­li­za­ción total del trá­fi­co. El mundo se está lle­nan­do. Un dipu­tado con­ser­va­dor en­ga­ña a su mujer. En­cuen­tran un ca­dá­ver en un hotel. Es como oír di­bu­jos ani­ma­dos. Apago la radio y saco un he­la­do de cho­co­la­te de la ne­ve­ra. Me hace sen­tir va­ga­men­te ma­rea­da y me da mucho frío. Cojo el abri­go del per­che­ro y me muevo si­len­cio­sa­men­te por la co­ci­na es­cu­chan­do las hojas, las som­bras y el leve so­ni­do del polvo al caer. Eso me ca­lien­ta un poco.

Son las seis y die­ci­sie­te mi­nu­tos.

Tal vez en el jar­dín haya algo di­fe­ren­te: un bú­fa­lo sal­va­je, una nave es­pa­cial, mon­ta­ñas de rosas rojas. Abro la puer­ta de atrás muy des­pa­cio, su­pli­can­do al mundo que me ofrez­ca algo nuevo y asom­bro­so. Pero todo es ho­rri­ble­men­te fa­mi­liar: arria­tes sin flo­res, hier­ba mo­ja­da y gri­ses nu­bles bajas.

Le mando a Zoey un men­sa­je: ("DRO­GAS").

No me con­tes­ta. Apues­to que está en casa de Scott, arro­pa­da y feliz entre sus bra­zos. Fue­ron a verme al hos­pi­tal; se sen­ta­ron junto a una silla como si se hu­bie­ran ca­sa­do y yo me hu­bie­sen per­di­do la boda. Me lle­va­ron ci­rue­las y una lám­pa­ra de Ha­llo­ween del mer­ca­do.

—He es­ta­do ayuda a Scott en el pues­to —dijo Zoey.

Yo sólo podía pen­sar en lo de­pri­sa que había lle­ga­do al final de oc­tu­bre, y en que a Zoey la tran­qui­li­za­ba el brazo de Scott en los hom­bros. Ha pa­sa­do una se­ma­na desde en­ton­ces. Aun­que me había un men­sa­je de móvil a dia­rio, ya que no pa­re­ce in­tere­sa­da en mi lista.

Sin ella, su­pon­go que ten­dré que que­dar­me en la puer­ta y ver cómo las nubes se agru­pan y es­ta­llan. Las gotas de llu­via res­ba­la­rán por las ven­ta­nas de la co­ci­na y otro día em­pe­za­rá a des­mo­ro­nar­se a mí al­re­de­dor. ¿Esto es vivir? ¿Es algo?

En la casa de al lado se abre y se cie­rra la puer­ta. Se oyen las fuer­tes pi­sa­das de unas botas en el barro. Me voy hasta la valla y asomo la ca­be­za.

—¡Hola otra vez!

Adam se lleva la mano al pecho como si aca­ba­ra de su­frir un ata­que al co­ra­zón.

—¡Jesús! ¡Qué susto me has dado!

—Lo sien­to.

No va ves­ti­do para tra­ba­jar en el jar­dín. Lleva una ca­za­do­ra de cuero, te­ja­nos y un casco de mo­to­ris­ta en la mano.

—¿Vas a salir?

—SÍ.

Los dos mi­ra­mos su moto. Está junto al co­ber­ti­zo. Es roja y pla­tea­da. Pa­re­ce como si fuera a salir dis­pa­ra­da en cuan­to le suel­te el can­da­do.

—Es muy bo­ni­ta.

Él asien­te.

—Acabo de arre­glar­la.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora