Capitulo 6

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Papá me coge la mano.

—Pá­sa­me a mí tu dolor —su­su­rra.

Estoy tum­ba­da al borde de una cama de hos­pi­tal, con la ca­be­za en una al­moha­da y las ro­di­llas do­bla­das.

Hay dos mé­di­cos y una en­fer­me­ra en la ha­bi­ta­ción, pero no puedo ver­los por­que están de­trás de mí. Uno de los mé­di­cos es una es­tu­dian­te. No dice gran cosa, pero ima­gino que ob­ser­va mien­tras el otro en­cuen­tra el lugar co­rrec­to en mi co­lum­na y lo se­ña­la con un bo­lí­gra­fo. Luego pre­pa­ra la piel con un an­ti­sép­ti­co. Está muy frío. Em­pie­za en el sitio donde se va a cla­var la aguja y sigue hacia fuera en círcu­los con­cén­tri­cos, luego me hecha unas toa­llas sobre el cos­ta­do y se pone unos guan­tes es­té­ri­les.

—Voy a em­plear una aguja de ca­li­bre vein­ti­cin­co —le in­di­ca a la es­tu­dian­te—. Y una je­rin­ga de cinco mi­li­li­tros.

En la pared, de­trás de papá, hay un cua­dro. En el hos­pi­tal cam­bian los cua­dros muy a me­nu­do, y éste aún no lo había visto. Lo miro fi­ja­men­te. He apren­di­do todo tipo de téc­ni­cas de dis­trac­ción en los úl­ti­mos cua­tro años.

En la pin­tu­ra, atar­de­ce en un campo in­glés y el sol está bajo. Un hom­bre se afana en em­pu­jar un arado. Unos pá­ja­ros des­cien­den en pi­ca­do.

Papá se gira en su silla de plás­ti­co para ver que estoy mi­ran­do, me suel­ta la mano y se le­van­ta para exa­mi­nar la es­ce­na.

Abajo, en el campo, una mujer corre. Se su­je­ta la falda con una mano para ir más de prisa.

—La peste llega Eyam —anun­cia papá—. ¡Un cua­dro de lo más ale­gre para un hos­pi­tal!

El mé­di­co ríe.

—¿Sabía usted que to­da­vía se dan más de tres mil casos de peste bu­bó­ni­ca al año?

—No. No lo sabía.

—Gra­cias a Dios exis­ten los an­ti­bió­ti­cos, ¿eh?

Papá se sien­ta y me coge la mano.

—Gra­cias a Dios.

La mujer es­pan­ta unas ga­lli­nas al co­rrer, y sólo ahora re­pa­ro en que di­ri­ge su mi­ra­da de pá­ni­co al hom­bre del arado.

La peste, el Gran In­cen­dio y la gue­rra con los ho­lan­de­ses, todo ocu­rrió en 1666. Lo re­cuer­do del co­le­gio. Se trans­por­ta­ron mi­llo­nes de ca­dá­ve­res en ca­rros para arro­jar­los a fosas de cal y tum­bas anó­ni­mas. Más de tres­cien­tos cua­ren­ta años des­pués, todos los que vi­vie­ron aquel tiem­po han muer­to. De las cosas del cua­dro, solo queda el sol. Y la tie­rra. Esta idea hace que me sien­ta muy pe­que­ña.

—Ahora no­ta­rás una pe­que­ña sen­sa­ción de es­co­zor —avisa el mé­di­co.

Papá me aca­ri­cia la mano con el pul­gar, y unas ondas de calor es­tá­ti­co pe­ne­tran en mis hue­sos. Me in­du­ce a pen­sar en las pa­la­bras "para siem­pre", en que hay más muer­tos que vivos, en que es­ta­mos ro­dea­dos de fan­tas­mas. Eso de­be­ría con­so­lar­me, pero no me con­sue­la.

Aprié­ta­me la mano —dice papá.

—No quie­ro ha­cer­te daño.

—Cuan­do tu madre te dio a luz. ¡Me apre­tó la mano du­ran­te ca­tor­ce horas y no me dis­lo­có nin­gún dedo! Tú no pue­des ha­cer­me daño, Tess.

Es como la elec­tri­ci­dad, como si la co­lum­na se me hu­bie­ra que­da­do atas­ca­da en una tos­ta­do­ra y el mé­di­co la es­tu­vie­se sa­ca­do con un cu­chi­llo afi­la­do.

—¿Qué crees que es­ta­rá ha­cien­do mamá hoy? —pre­gun­to. Mi voz suena dis­tin­ta. Tensa. Con­te­ni­da.

—Ni idea.

—Le pedí que vi­nie­ra.

—¿Ah, sí? —Pa­re­ce sor­pren­di­do.

—Pen­sa­ba que des­pués po­dríais pasar un rato jun­tos en la ca­fe­te­ría.

Él frun­ce el en­tre­ce­jo.

—Qué cosas más ex­tra­ñas pien­sas.

Cie­rro los ojos e ima­gino que soy un árbol ba­ña­do por el sol, que no deseo nada más que la llu­via. Pien­so en el agua pla­tea­da sal­pi­cán­do­me las hojas, em­pa­pan­do mis raí­ces, su­bien­do por mis venas.

El mé­di­co re­ci­ta es­ta­dís­ti­cas a la es­tu­dian­te.

—Apro­xi­ma­da­men­te una de cada mil per­so­nas a las que se le prac­ti­ca este prue­ba sufre un daño neu­ro­nal leve. Tam­bién hay un leve ries­go de in­fec­ción, san­gra­do o le­sión de car­tí­la­go — ex­pli­ca, y luego saca la aguja—. Buena chica — me dice—. Ya está.

Casi es­pe­ro que me dé una pal­ma­da en el tra­se­ro, como si fuera un ca­ba­llo obe­dien­te. No lo hace. Agita los tres tubos es­té­ri­les de­lan­te de mí.

—Ahora man­da­re­mos esto al la­bo­ra­to­rio.— Ni si­quie­ra me dice adiós, sim­ple­men­te aban­do­na en si­len­cio la ha­bi­ta­ción, se­gui­do por la es­tu­dian­te. Es como si de re­pen­te se aver­gon­za­ra de que ha­ya­mos te­ni­do un mo­men­to de in­ti­mi­dad.

Pero la en­fer­me­ra es en­can­ta­do­ra. Con­ver­sa con no­so­tros mien­tras me venda la es­pal­da con gasa; luego rodea la cama y me son­ríe.

Ahora tie­nes que estar un rato tum­ba­da, ca­ri­ño.

—Lo sé.

—No es la pri­me­ra vez, ¿eh? —Se gira hacia papá—. ¿Qué va a hacer usted mien­tras tanto?

—Tengo un libro. Me sen­ta­ré aquí y leeré.

Ella asien­te.

—Estoy aquí fuera. ¿Ya sabe lo que debe con­tro­lar cuan­do vuel­van a casa?

Papá lo re­ci­ta todo de un tirón, como un pro­fe­sio­nal:

—Es­ca­lo­fríos, fie­bre, cue­llo rí­gi­do o dolor de ca­be­za. Dre­na­je o san­gra­do, pa­rá­li­sis o pér­di­da de fuer­za por de­ba­jo del punto de pun­ción.

—¡Muy bien! —ex­cla­ma im­pre­sio­na­da.

Cuan­do ella sale de la ha­bi­ta­ción, papá me son­ríe.

—Muy bien, Tess. Ya se ha aca­ba­do, ¿eh?

—A menos que los re­sul­ta­dos del la­bo­ra­to­rio sean malos.

—No lo serán.

—Vol­ve­rán a ha­cer­me pun­cio­nes lum­ba­res cada se­ma­na.

—¡Shhh! Ahora trata de dor­mir un rato, cielo. Así el tiem­po se te pa­sa­rá más de prisa.

Coge su libro y se aco­mo­da de nuevo en la silla.

Noto pin­cha­zos de luz como lu­ciér­na­gas que ale­tean con­tra mis pár­pa­dos. Oigo co­rrer la san­gre por mis venas, como cas­cos de ca­ba­llos en una calle ado­qui­na­da. Al otro lado de la ven­ta­na, la luz gris se torna más densa.

Papá pasa la pá­gi­na.

De­trás de él, en el cua­dro, una inocen­te co­lum­na de humo se eleva de la chi­me­nea de una gran­ja, y una mujer corre con el ros­tro ate­rra­do y vuel­to hacia arri­ba.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora