Papá me coge la mano.
—Pásame a mí tu dolor —susurra.
Estoy tumbada al borde de una cama de hospital, con la cabeza en una almohada y las rodillas dobladas.
Hay dos médicos y una enfermera en la habitación, pero no puedo verlos porque están detrás de mí. Uno de los médicos es una estudiante. No dice gran cosa, pero imagino que observa mientras el otro encuentra el lugar correcto en mi columna y lo señala con un bolígrafo. Luego prepara la piel con un antiséptico. Está muy frío. Empieza en el sitio donde se va a clavar la aguja y sigue hacia fuera en círculos concéntricos, luego me hecha unas toallas sobre el costado y se pone unos guantes estériles.
—Voy a emplear una aguja de calibre veinticinco —le indica a la estudiante—. Y una jeringa de cinco mililitros.
En la pared, detrás de papá, hay un cuadro. En el hospital cambian los cuadros muy a menudo, y éste aún no lo había visto. Lo miro fijamente. He aprendido todo tipo de técnicas de distracción en los últimos cuatro años.
En la pintura, atardece en un campo inglés y el sol está bajo. Un hombre se afana en empujar un arado. Unos pájaros descienden en picado.
Papá se gira en su silla de plástico para ver que estoy mirando, me suelta la mano y se levanta para examinar la escena.
Abajo, en el campo, una mujer corre. Se sujeta la falda con una mano para ir más de prisa.
—La peste llega Eyam —anuncia papá—. ¡Un cuadro de lo más alegre para un hospital!
El médico ríe.
—¿Sabía usted que todavía se dan más de tres mil casos de peste bubónica al año?
—No. No lo sabía.
—Gracias a Dios existen los antibióticos, ¿eh?
Papá se sienta y me coge la mano.
—Gracias a Dios.
La mujer espanta unas gallinas al correr, y sólo ahora reparo en que dirige su mirada de pánico al hombre del arado.
La peste, el Gran Incendio y la guerra con los holandeses, todo ocurrió en 1666. Lo recuerdo del colegio. Se transportaron millones de cadáveres en carros para arrojarlos a fosas de cal y tumbas anónimas. Más de trescientos cuarenta años después, todos los que vivieron aquel tiempo han muerto. De las cosas del cuadro, solo queda el sol. Y la tierra. Esta idea hace que me sienta muy pequeña.
—Ahora notarás una pequeña sensación de escozor —avisa el médico.
Papá me acaricia la mano con el pulgar, y unas ondas de calor estático penetran en mis huesos. Me induce a pensar en las palabras "para siempre", en que hay más muertos que vivos, en que estamos rodeados de fantasmas. Eso debería consolarme, pero no me consuela.
Apriétame la mano —dice papá.
—No quiero hacerte daño.
—Cuando tu madre te dio a luz. ¡Me apretó la mano durante catorce horas y no me dislocó ningún dedo! Tú no puedes hacerme daño, Tess.
Es como la electricidad, como si la columna se me hubiera quedado atascada en una tostadora y el médico la estuviese sacado con un cuchillo afilado.
—¿Qué crees que estará haciendo mamá hoy? —pregunto. Mi voz suena distinta. Tensa. Contenida.
—Ni idea.
—Le pedí que viniera.
—¿Ah, sí? —Parece sorprendido.
—Pensaba que después podríais pasar un rato juntos en la cafetería.
Él frunce el entrecejo.
—Qué cosas más extrañas piensas.
Cierro los ojos e imagino que soy un árbol bañado por el sol, que no deseo nada más que la lluvia. Pienso en el agua plateada salpicándome las hojas, empapando mis raíces, subiendo por mis venas.
El médico recita estadísticas a la estudiante.
—Aproximadamente una de cada mil personas a las que se le practica este prueba sufre un daño neuronal leve. También hay un leve riesgo de infección, sangrado o lesión de cartílago — explica, y luego saca la aguja—. Buena chica — me dice—. Ya está.
Casi espero que me dé una palmada en el trasero, como si fuera un caballo obediente. No lo hace. Agita los tres tubos estériles delante de mí.
—Ahora mandaremos esto al laboratorio.— Ni siquiera me dice adiós, simplemente abandona en silencio la habitación, seguido por la estudiante. Es como si de repente se avergonzara de que hayamos tenido un momento de intimidad.
Pero la enfermera es encantadora. Conversa con nosotros mientras me venda la espalda con gasa; luego rodea la cama y me sonríe.
Ahora tienes que estar un rato tumbada, cariño.
—Lo sé.
—No es la primera vez, ¿eh? —Se gira hacia papá—. ¿Qué va a hacer usted mientras tanto?
—Tengo un libro. Me sentaré aquí y leeré.
Ella asiente.
—Estoy aquí fuera. ¿Ya sabe lo que debe controlar cuando vuelvan a casa?
Papá lo recita todo de un tirón, como un profesional:
—Escalofríos, fiebre, cuello rígido o dolor de cabeza. Drenaje o sangrado, parálisis o pérdida de fuerza por debajo del punto de punción.
—¡Muy bien! —exclama impresionada.
Cuando ella sale de la habitación, papá me sonríe.
—Muy bien, Tess. Ya se ha acabado, ¿eh?
—A menos que los resultados del laboratorio sean malos.
—No lo serán.
—Volverán a hacerme punciones lumbares cada semana.
—¡Shhh! Ahora trata de dormir un rato, cielo. Así el tiempo se te pasará más de prisa.
Coge su libro y se acomoda de nuevo en la silla.
Noto pinchazos de luz como luciérnagas que aletean contra mis párpados. Oigo correr la sangre por mis venas, como cascos de caballos en una calle adoquinada. Al otro lado de la ventana, la luz gris se torna más densa.
Papá pasa la página.
Detrás de él, en el cuadro, una inocente columna de humo se eleva de la chimenea de una granja, y una mujer corre con el rostro aterrado y vuelto hacia arriba.
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Antes de Morirme
Teen FictionTessa, una adolescente de 16 años, desde hacen años padece cáncer. Sabe que sus días son contados y que puede morir de un momento a otro por lo que decide hacer una lista de cosas que hacer antes de morirse. Pero en esta lista no hay nada complicado...