Capitulo 16

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Es más feo de lo que re­cor­da­ba. Mi me­mo­ria lo había me­jo­ra­do. No sé por qué. Pien­so en Zoey y en cómo se bur­la­ría de mí si su­pie­ra que he ve­ni­do a lla­mar a su puer­ta, y por eso no quie­ro que se en­te­re. Ella dice que los feos le dan dolor de ca­be­za.

—Me estás evi­tan­do —le digo.

Adam apa­re­ce sor­pren­di­do, pero lo di­si­mu­la rá­pi­da­men­te.

—He es­ta­do ocu­pa­do.

—¿De ver­dad?

—Sí.

En­ton­ces, ¿no crees que te lo vaya a pegar? La ma­yo­ría de las per­so­nas ac­túan como si fuera a con­ta­giar­les el cán­cer, o como si yo hu­bie­ra hecho algo para me­re­cer­lo.

—¡No, no! No creo nada de eso.

—Bien. ¿Y cuán­do vamos a dar esa vuel­ta en tu moto?

Mueve los pies, apu­ra­do.

—En reali­dad el car­net que tengo es pro­vi­sio­nal. Aún no puedo lle­var a nadie.

Se me ocu­rren un mi­llón de ra­zo­nes por las que ir de pa­que­te en la moto de Adam sería una mala idea. Por­que po­dría­mos es­tre­llar­nos. Por­que po­dría no ser tan fan­tás­ti­co como ima­gino. Por­que ¿qué le diría a Zoey? Por­que es lo que real­men­te quie­ro hacer más que cual­quier otra cosa. Pero no per­mi­ti­ré que un car­net pro­vi­sio­nal se con­vier­ta en una de ellas.

—¿Tie­nes otro casco? —pre­gun­to.

Otra vez esa lenta son­ri­sa suya. ¡Me en­can­ta! ¿He pen­sa­do hace un mo­men­to que era feo? No; su cara se ha trans­for­ma­do.

—En el co­ber­ti­zo. Y tam­bién otra cha­que­ta de cuero.

Le de­vuel­vo la son­ri­sa sin poder evi­tar­lo. Me sien­to audaz y se­gu­ra.

—Pues vamos. Antes de que se ponga a llo­ver.

Él cie­rra la puer­ta de la casa.

—No va a llo­ver.

Nos di­ri­gi­mos a la parte de atrás y sa­ca­mos lo ne­ce­sa­rio del co­ber­ti­zo. Pero justo cuan­do me está ayu­dan­do a po­ner­me la cha­que­ta y subir­me la cre­ma­lle­ra, justo cuan­do me está di­cien­do que su moto al­can­za los cien­to cua­ren­ta ki­ló­me­tros por hora y que el aire será frío, se abre la puer­ta de la co­ci­na y una mujer sale al jar­dín. Va en bata y za­pa­ti­llas.

—Vuel­ve den­tro, mamá —dice Adam—; vas a coger frío.

Pero ella sigue avan­zan­do hacia no­so­tros por el sen­de­ro. Tiene el ros­tro más tris­te que he visto en mi vida, como si se hu­bie­ra aho­ga­do.

—¿Adón­de vas? —pre­gun­ta sin mi­rar­me—. No me ha­bías dicho que pen­sa­ras salir.

—Sólo será un rato.

La mujer emite un cu­rio­so so­ni­do con la gar­gan­ta. Asam le­van­ta la vista brus­ca­men­te.

—Mamá, no. Ve a darte un baño y vís­te­te. Re­gre­sa­ré antes de que te des cuen­ta.

Ella asien­te con aire de desam­pa­ro y echa a andar hacia la casa, pero se para como si hu­bie­ra re­cor­da­do algo, se vuel­ve y me mira por pri­me­ra vez, como a una in­tru­sa en su jar­dín.

—¿Quién eres?

—Soy la ve­ci­na. He ve­ni­do a ver a Adam.

La tris­te­za de sus ojos se torna más pro­fun­da.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora