Capitulo 24

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Zoey no de­be­ría ha­ber­me pe­di­do que la acom­pa­ña­ra. No he po­di­do parar de con­tar desde que en­tra­mos por la puer­ta. Lle­va­mos siete mi­nu­tos aquí. Zoey tiene hora para den­tro de seis mi­nu­tos. Se quedó em­ba­ra­za­da hace no­ven­ta y cinco días.

In­ten­to pen­sar en nú­me­ros al azar, pero todos pa­re­cen cua­drar con algo. Ocho: el nú­me­ro de dis­cre­tas ven­ta­nas de la pared del fondo. Uno: la re­cep­cio­nis­ta igual­men­te dis­cre­ta.

Qui­nien­tos: la can­ti­dad de li­bras que le va a cos­tar a Scott des­ha­cer­se del bebé.

Zoey me de­di­ca una son­ri­sa ner­vio­sa por en­ci­ma de la re­vis­ta que hojea.

—Apues­to a que no hay nada como esto en la Se­gu­ri­dad So­cial.

No lo hay. Los asien­tos son de piel, hay una gran mesa de cen­tro cua­dra­da con una pila de re­lu­cien­tes re­vis­tas nue­vas, y hace tanto calor que he te­ni­do que qui­tar­me el abri­go. Pen­sa­ba que esto es­ta­ría lleno de chi­cas con pa­ñue­los es­tru­ja­dos y aire desam­pa­ra­do, pero sólo es­ta­mos Zoey y yo. Ella se ha re­co­gi­do el pelo en una cola de ca­ba­llo y lleva otra vez los am­plios pan­ta­lo­nes de chán­dal. Está pá­li­da y tiene as­pec­to can­sa­do.

—¿Sabes cuá­les son los sín­to­mas que más me ale­gra­rá per­der de vista?— Deja la re­vis­ta sobre el re­ga­zo para enu­me­rar con los dedos—. Mis tetas, que pa­re­cen una es­pe­cie de mapa mons­truo­so, con todas esas venas azu­les. La pe­sa­dez que sien­to, que hasta los dedos me pa­re­cen de plomo. Los vó­mi­tos. El con­ti­nuo dolor de ca­be­za. Y los ojos irri­ta­dos.

—¿No hay nada bueno?

Re­fle­xio­na un mo­men­to.

—Huelo di­fe­ren­te. Huelo muy bien.

Me in­clino sobre la me­si­ta y res­pi­ro hondo. Huele a humo, a per­fu­me, a chi­cle. Y a algo más.

—¿A fe­cun­da?

—¿Qué?

—Sig­ni­fi­ca que eres fér­til.

Me mira sa­cu­dien­do la ca­be­za como si es­tu­vie­ra ma­ja­re­ta.

—¿Eso te ha en­se­ña­do tu novio?

No le res­pon­do, así que vuel­ve a con­cen­trar­se en la re­vis­ta. Vein­ti­dós pá­gi­nas de los ar­ti­lu­gios más no­ve­do­sos. Cómo es­cri­bir la can­ción de amor per­fec­ta. ¿Lle­ga­rán a ser po­si­bles los via­jes es­pa­cia­les?

—Una vez vi una pe­lí­cu­la sobre una chica que moría — le cuen­to —. Al lle­gar al cielo, el bebé que le había na­ci­do muer­to a su her­ma­na es­ta­ba allí y ella lo cui­da­ba hasta que todos se reunían de nuevo.

Zoey finge no ha­ber­me oído. Pasa la hoja como si la hu­bie­ra leído.

—Po­dría ocu­rrir­me a mí, Zoey.

—Vale ya.

—Tu bebé es tan pe­que­ño que po­dría guar­dar­lo en el bol­si­llo.

—¡Cá­lla­te, Tessa!

—El otro día es­ta­bas mi­ran­do ropa de bebé.

Zoey se re­cues­ta en el asien­to y cie­rra los ojos. Se le en­tre­abre la boca, como si la hu­bie­ran des­con­cer­ta­do.

—Por favor. Por favor, cá­lla­te. No de­be­rías haber ve­ni­do si no es­ta­bas de acuer­do con esto. Tiene razón. Lo supe ano­che vien­do que no podía dor­mir. La ducha go­tea­ba en el cuar­to de baño, y algo —¿una cu­ca­ra­cha, una araña?— co­rre­tea­ba por la al­fom­bra de la ha­bi­ta­ción. Me le­van­té y bajé en bata. Pen­sa­ba tomar una taza de cho­co­la­te ca­lien­te y tal vez ver algún pro­gra­ma noc­turno de la tele. Pero justo en medio de la co­ci­na había un ratón atra­pa­do en una de las tram­pas de papá para cu­ca­ra­chas. La única parte que no se había pe­ga­do al car­tón era una pata tra­se­ra, que usaba como remo tra­tan­do de im­pul­sar­se para ale­jar­se de mí. Su­fría. Yo sabía que tenía que ma­tar­lo, pero no sabía cómo sin cau­sar­le más dolor. ¿Un cu­chi­llo de co­ci­na? ¿Unas ti­je­ras? ¿Un lápiz cla­va­do en la nuca? Sólo se me ocu­rrían fi­na­les ho­rri­bles. Al final saqué un viejo en­va­se de he­la­do del ar­ma­rio y lo llené de agua. Su­mer­gí al ratón en él y lo su­je­té con una cu­cha­ra de ma­de­ra. El ratón me mi­ra­ba con asom­bro, es­for­zán­do­se por res­pi­rar. Tres di­mi­nu­tas bur­bu­jas de aire sa­lie­ron de su boca, una de­trás de otra.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora