Capitulo 15

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—Estoy co­nec­ta­do. —Papá se­ña­la su por­tá­til—. ¿Quie­res hacer el favor de ir a dar vuel­tas a otra parte?

La luz del or­de­na­dor par­pa­dea en sus gafas. Me sien­to en una silla de­lan­te de él —Eso tam­bién me mo­les­ta —dice sin le­van­tar la vista.

—¿Qué me sien­te aquí?

—No.

—¿Qué dé gol­pe­ci­tos en la mesa?

—Es­cu­cha, aquí dice que un mé­di­co ha desa­rro­lla­do un sis­te­ma lla­ma­do res­pi­ra­ción de hue­sos. ¿Ha­bías oído ha­blar de eso?

No.

—Has de ima­gi­nar que tu res­pi­ra­ción es un color cá­li­do, luego res­pi­ras a tra­vés del pie iz­quier­do, su­bien­do por la pier­na hasta la ca­de­ra, y ex­pul­sas el aire de la misma forma. Se hace siete veces y luego se re­pi­te con la pier­na de­re­cha. ¿Quie­res pro­bar­lo?

—No.

Se quita las gafas y me mira.

—Ya no llue­ve. ¿Por qué no coges una manta y te sien­tas en el jar­dín? Ya te lla­ma­ré cuan­do lle­gue la en­fer­me­ra.

—No quie­ro.

Sus­pi­ra, vuel­ve a po­ner­se las gafas y a con­cen­trar­se en el or­de­na­dor. Lo odio. Sé que me mira cuan­do salgo de la ha­bi­ta­ción. Oigo su pe­que­ño sus­pi­ro de ali­vio.

Las puer­tas de los dor­mi­to­rios están ce­rra­das, así que el re­ci­bi­dor está os­cu­ro. Subo las es­ca­le­ras a cua­tro patas, me sien­to en lo alto y miro hacia abajo. Hay mo­vi­mien­to en la pe­num­bra. A lo mejor em­pie­zo a ver cosas que otras per­so­nas no pue­den ver. Como los áto­mos. Bajo dando botes con el culo y vuel­vo a subir en cua­tro patas, y dis­fru­to no­tan­do cómo se hunde la al­fom­bra al hin­car las ro­di­llas. Hay trece es­ca­lo­nes. Cada vez que los cuen­to me sale lo mismo.

Me acu­rru­co al pie de la es­ca­le­ra. Aquí es donde se sien­ta la gata cuan­do quie­re que tro­pe­ce­mos con ella. Siem­pre he que­ri­do ser gato. Ca­ri­ño­so y do­mes­ti­ca­do cuan­do le ape­te­ce, sal­va­je cuan­do no.

Suena el tim­bre de la puer­ta. Me acu­rru­co más aún.

Papá sale al re­ci­bi­dor.

—¡Tessa!— llama al verme—. ¡Por el amor de Dios!

La en­fer­me­ra de hoy es nueva. Lleva una falda es­co­ce­sa y es ro­bus­ta como un ar­ma­rio. Papá pa­re­ce de­cep­cio­na­do.

—Ésta es Tessa. —Y se­ña­la el sitio donde estoy acu­rru­ca­da.

La en­fer­me­ra se sor­pren­de.

—¿Se ha caído?

—No; hace casi dos se­ma­nas que se niega a salir de casa, y se está vol­vien­do loca.

Ella se acer­ca y me mira. Sus pe­chos son enor­mes y se ba­lan­cean cuan­do alar­ga la mano para le­van­tar­me del suelo. Tiene la mano gran­de como una ra­que­ta de tenis.

—Me llamo Phi­li­pa —dice, como si eso lo ex­pli­ca­ra todo.

Me lleva al salón, me ayuda a sen­tar y hace lo pro­pio justo de­lan­te de mí.

—Bueno, ¿no te en­cuen­tras muy bien hoy?

—¿Se en­con­tra­ría bien usted?

Papá me lanza una mi­ra­da de ad­ver­ten­cia. Me da igual.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora