Capitulo 46 (FINAL)

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—Hey —dice Adam—, estás des­pier­ta.

Se in­cli­na sobre mí y me hu­me­de­ce la boca con una es­pon­ja. Me da gol­pe­ci­tos en los la­bios re­se­cos con un paño y los unta de va­se­li­na.

—Tie­nes las manos frías. Te las co­ge­ré un rato para ca­len­tar­las, ¿vale?

Apes­to. Huelo mis pro­pios pedos. Oigo el re­pug­nan­te tic­tac de mi cuer­po al con­su­mir­se. Me estoy hun­dien­do, hun­dien­do en la cama.

Quin­ce: salir de la cama, bajar y decir que todo ha sido una broma.

Dos­cien­tos nueve: ca­sar­me con Adam.

Trein­ta: ir a la fies­ta de pa­dres y que nues­tro hijo sea un genio. Nues­tros tres hijos, en reali­dad: Ches­ter, Mer­lin y Daisy.

Cin­cuen­ta y uno, dos, tres: abrir los ojos. Ábre­los, joder.

No puedo. Me caigo.

Cua­ren­ta y cua­tro: no caer. No quie­ro caer. Tengo miedo.

Cua­ren­ta y cinco: no caer.

Pien­sa en algo. No me mo­ri­ré si pien­so en el cá­li­do alien­to de Adam entre mis pier­nas.

Pero no con­si­go afe­rrar­me a nada.

Como un árbol que pier­de las hojas.

Ol­vi­do in­clu­so lo que es­ta­ba pen­san­do.

—¿Por qué hace ese ruido?

—Son sus pul­mo­nes. Re­tie­ne lí­qui­do por­que está in­mó­vil.

—Suena ho­rri­ble.

—Suena peor de lo que es.

¿Es Cal? Oigo el tirón de una ani­lla, el bur­bu­jeo de una lata de Co­ca-Co­la.

—¿Qué hace tu padre? —pre­gun­ta Adam.

—Está al te­lé­fono. Le está di­cien­do a mamá que venga.

—Bien.

¿Qué les ocu­rre a los ca­dá­ve­res, Cal?

Polvo, bri­llo, llu­via.

—¿Crees que puede oír­nos?

—Sin duda.

—Por­que le he es­ta­do ex­pli­can­do cosas.

—¿Qué clase de cosas?

—¡A ti te lo voy a decir!

—¿Se­gu­ro que ese ruido es nor­mal?

—Creo que sí.

—Es di­fe­ren­te de hace un mo­men­to.

—Chist, no oigo.

—Éste es peor. Suena como si ni si­quie­ra pu­die­se res­pi­rar.

—¡Mier­da!

—¿Se está mu­rien­do?

—Ve a bus­car a tu padre, Cal. ¡Corre!

Tal vez re­gre­se sien­do otra per­so­na.

Seré la chica de ca­be­llo al­bo­ro­ta­do a la que Adam co­no­ce en su pri­me­ra se­ma­na de uni­ver­si­dad. «Hola, ¿tú tam­bién estás en la clase de hor­ti­cul­tu­ra?»

—Estoy aquí, Tess. Estoy aquí, co­gién­do­te la mano. Adam tam­bién está aquí, sen­ta­do al otro lado de la cama. Y Cal. Mamá está de ca­mino, lle­ga­rá en cual­quier mo­men­to. Todos te que­re­mos, Tessa. Es­ta­mos todos aquí con­ti­go.

—Odio ese ruido. Suena como si le do­lie­ra.

—No le duele, Cal. Está in­cons­cien­te. No le duele nada.

—Adam dice que puede oír­nos. ¿Cómo va a oír­nos si está in­cons­cien­te?

—Es como dor­mir, pero ella sabe que es­ta­mos aquí. Sién­ta­te con­mi­go, Cal, no pasa nada. Ven y sién­ta­te en mi re­ga­zo. Está tran­qui­la, no te preo­cu­pes.

—A mí no me pa­re­ce tran­qui­la. Suena como una te­te­ra rota.

Me re­plie­go en mi in­te­rior, sus voces son como el mur­mu­llo del agua.

Los mo­men­tos se jun­tan.

Se es­tre­llan avio­nes con­tra edi­fi­cios. Sal­tan cuer­pos por el aire. Ex­plo­tan va­go­nes de metro y au­to­bu­ses. Brota ra­dia­ción de las ace­ras. El sol se con­vier­te en un di­mi­nu­to punto negro. La raza hu­ma­na se ex­tin­gue y las cu­ca­ra­chas go­bier­nan el mundo.

Cual­quier cosa po­dría ocu­rrir des­pués.

Angel De­light en una playa.

Un te­ne­dor ba­tien­do en un cuen­co.

Ga­vio­tas. Olas.

—Está bien, Tessa, pue­des mar­char­te. Te que­re­mos. Ahora ya pue­des mar­char­te.

—¿Por qué dices eso?

—Tal vez ne­ce­si­te per­mi­so para morir, Cal.

—Pero yo no quie­ro que muera. No le doy per­mi­so.

Di­ga­mos que sí, en­ton­ces.

Sí a todo sólo una vez más.

—Quizá de­be­rías des­pe­dir­te de ella, Cal.

—No.

—Po­dría ser im­por­tan­te.

—Po­dría hacer que se mu­rie­ra.

—Nada de lo que tú le digas hará que se muera. Tess desea saber que la quie­res.

Un mo­men­to más. Uno más. Puedo son un más.

Un en­vol­to­rio de ca­ra­me­lo que el vien­to mueve por el sen­de­ro.

—Ade­lan­te, Cal.

—Me sien­to es­tú­pi­do.

—No te va a oír nadie. Acér­ca­te y su­sú­rra­se­lo.

Mi nom­bre rodea una ro­ton­da.

Una playa cu­bier­ta de se­pias.

Un pá­ja­ro muer­to en la hier­ba.

Mi­llo­nes de gu­sa­nos des­lum­bra­dos por la luz del sol.

—Adiós, Tess. Que me vi­si­te tu fan­tas­ma si quie­res. No me im­por­ta.

Una pa­re­ja de go­rrio­nes ob­ser­van a un sapo en­ca­ra­ma­do a una rama.

Un ratón su­mer­gi­do en el agua, aplas­ta­do por una cu­cha­ra.

Tres bur­bu­jas de aire di­mi­nu­tas que se es­ca­pan, una de­trás de otra.

Seis mu­ñe­cos de nieve he­chos de al­go­dón.

Seis ser­vi­lle­tas do­bla­das en forma de azu­ce­na.

Siete pie­dras, todas de di­fe­ren­te color, ata­das por una ca­de­na de plata.

Hay sol en mi taza de té.

Zoey mira por la ven­ta­na y yo salgo de la ciu­dad con el coche. El cielo se vuel­ve cada vez más os­cu­ro.

Deja que se vayan.

Adam ex­ha­la el humo hacia la ciu­dad que queda a nues­tros pies. Dice «Ahí abajo po­dría estar ocu­rrien­do cual­quier cosa, pero aquí arri­ba no te en­te­ra­rías.»

Adam me aca­ri­cia la ca­be­za, la cara, besa mis lá­gri­mas.

Somos afor­tu­na­dos.

Deja que se vayan.

El so­ni­do de un pá­ja­ro que cruza el jar­dín vo­lan­do bajo. Luego nada. Nada. Pasa una nube. Otra vez nada. Entra luz por la ven­ta­na, cae sobre mí, me tras­pa­sa.

Mo­men­tos.

Todos jun­tán­do­se para lle­gar a éste.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora