Capitulo 26

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Papá pasa el plu­me­ro por la me­si­ta, por la re­pi­sa de la chi­me­nea y luego por el al­féi­zar de las cua­tro ven­ta­nas. Abre más las cor­ti­nas y en­cien­de las dos lám­pa­ras. Es como si in­ten­ta­ra ahu­yen­tar la os­cu­ri­dad.

Sen­ta­da a mi lado en el sofá, mamá tiene una ex­pre­sión de sor­pre­sa.

—Lo había ol­vi­da­do —le dice a papá.

—¿El qué?

—Cómo te dejas lle­var por el pá­ni­co.

Él le lanza una mi­ra­da de sus­pi­ca­cia.

—¿Eso es un in­sul­to?

Mamá le quita el plu­me­ro y le da la copa de jerez que no ha de­ja­do de lle­nar una y otra vez desde el desa­yuno.

—Toma. Te llevo mucha de­lan­te­ra.

Creo que ya des­per­tó bo­rra­cha. Lo que es se­gu­ro es que des­per­tó en la cama con papá. Cal me sacó de mi ha­bi­ta­ción para que lo viera.

—Nú­me­ro siete —le dije.

—¿Qué?

—De mi lista. Iba a via­jar por el mundo, pero lo he cam­bia­do por vol­ver a jun­tar a mamá y papá. Él me son­ríe como si todo fuera cosa mía, cuan­do en reali­dad lo hi­cie­ron ellos so­li­tos. Mi­ra­mos en los cal­ce­ti­nes y abri­mos los re­ga­los sen­ta­dos en el suelo de su dor­mi­to­rio mien­tras ellos nos ob­ser­va­ban con cara som­no­lien­ta. Era como estar en el túnel del tiem­po.

Papá se acer­ca a la mesa del co­me­dor para re­to­car los te­ne­do­res y ser­vi­lle­tas. Ha de­co­ra­do la mesa con sor­pre­sas de Na­vi­dad y pe­que­ños mu­ñe­cos de nieve he­chos de al­go­dón. Ha do­bla­do las ser­vi­lle­tas en forma de azu­ce­na.

—Les dije a la una.

Cal gruñe de­trás de su cómic.

—No sé por qué los in­vi­tas­te. Son raros.

—Shhh —le hace ca­llar mamá—. ¡El es­pí­ri­tu na­vi­de­ño!

—La es­tu­pi­dez na­vi­de­ña —mur­mu­ra él, y se da la vuel­ta en la al­fom­bra para mi­rar­la con aire las­ti­me­ro—. Ojalá es­tu­vié­ra­mos no­so­tros solos.

Mamá le da unos gol­pe­ci­tos con la punta del pie, pero él no quie­re son­reír. Ella agita el plu­me­ro.

—¿Quie­res que te dé con esto?

—¡In­tén­ta­lo!

Cal se pone en pie de un salto, rien­do, y corre hacia papá. Mamá lo per­si­gue, pero papá lo pro­te­ge in­ter­po­nién­do­se entre ambos y fin­gien­do darle gol­pes de ká­ra­te.

—Vais a tirar algo —les digo, pero nadie me es­cu­cha.

Mamá mete el plu­me­ro entre las pier­nas de papá y lo sa­cu­de. Él se lo arre­ba­ta y se lo mete por la blusa, luego la per­si­gue al­re­de­dor de la mesa.

Es ex­tra­ño que lo en­cuen­tre tan irri­tan­te. Que­ría que vol­vie­ran a estar jun­tos, pero no exac­ta­men­te así. Pen­sa­ba que se­rían más ma­du­ros.

Hacen tanto ruido que no oímos el tim­bre de la puer­ta. De re­pen­te se oyen unos gol­pes en al ven­ta­na.

—Huy —ex­cla­ma mamá—. ¡Los in­vi­ta­dos ya están aquí!

Pa­re­ce ma­rea­da cuan­do se di­ri­ge veloz hacia la puer­ta. Papá se ajus­ta los pan­ta­lo­nes. Aún son­ríe cuan­do sale con Cal de­trás de mamá.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora