Capitulo 37

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—Dime cómo será.

Phi­lip­pa asien­te como si hu­bie­ra es­pe­ra­do esa pre­gun­ta. Tiene una ex­pre­sión ex­tra­ña: pro­fe­sio­nal, desa­pe­ga­da. Creo que ha em­pe­za­do a dis­tan­ciar­se. ¿Qué otra cosa puede hacer? Su tra­ba­jo es cui­dar a los mo­ri­bun­dos, pero si in­ti­ma de­ma­sia­do con ellos, po­dría caer en el abis­mo.

—A par­tir de ahora no que­rrás comer casi nada. Se­gu­ra­men­te que­rrás dor­mir mucho. Quizá no quie­res ha­blar, pero a lo mejor tie­nes ener­gía para una buena char­la de diez mi­nu­tos entre sueño y sueño. Quizá in­clu­so quie­ras ir abajo o salir al jar­dín si hace buen tiem­po, si tu padre puede lle­var­te en bra­zos. Pero sobre todo dor­mi­rás. Den­tro de unos días em­pe­za­rás a per­der la con­cien­cia a ratos, y en ese es­ta­do tal vez no pue­des res­pon­der, pero sa­brás que hay gente a tu lado y los oirás cuan­do te ha­blen. Al final, sim­ple­men­te te apa­ga­rás, Tess.

—¿Do­le­rá?

—Creo que el dolor será siem­pre so­por­ta­ble.

—En el hos­pi­tal no lo era. Al prin­ci­pio no.

—Ya —ad­mi­te—. Al prin­ci­pio les costo des­cu­brir qué fár­ma­co te iba mejor. Pero te he traí­do sul­fa­to de mor­fi­na, que es de li­be­ra­ción lenta. Tam­bién tengo Ora­morph, que po­de­mos usar si es ne­ce­sa­rio. No de­be­rías sen­tir nin­gún dolor.

—¿Crees que ten­dré miedo?

—Creo que no hay un modo bueno o malo de afron­tar­lo —res­pon­de. Por mi cara se da cuen­ta de que opino que eso son pa­pa­rru­chas—. Has te­ni­do la peor suer­te del mundo, Tessa, y yo en tu lugar ten­dría miedo. Pero tam­bién creo que la ma­ne­ra en que en­ca­res estos úl­ti­mos días, sea cual sea, será exac­ta­men­te como debe ser.

—De­tes­to que ha­bles de días.

Frun­ce el en­tre­ce­jo.

—Me ha­blas sobre el modo de pa­liar el dolor, me mues­tra cajas y fras­cos. Habla ba­ji­to, y sus pa­la­bras me res­ba­lan, sus ins­truc­cio­nes se pier­den. Sien­to como si todo se es­tu­vie­ra po­nien­do a cero, una ex­tra­ña alu­ci­na­ción de que toda mi vida es­ta­ba des­ti­na­da a este mo­men­to. Nací y crecí para re­ci­bir esta no­ti­cia y esta me­di­ca­ción de manos de esta mujer.

—¿Tie­nes al­gu­na pre­gun­ta, Tessa?

In­ten­to pen­sar en todas las cosas que de­be­ría pre­gun­tar. Pero me he que­da­do en blan­co y me sien­to in­có­mo­da, como si ella hu­bie­ra ve­ni­do a des­pe­dir­me a la es­ta­ción y ahora es­pe­rá­ra­mos que el tren se dé prisa para así aho­rrar­nos todos los co­men­ta­rios ri­dícu­los.

Es la hora.

Fuera hace una pre­cio­sa ma­ña­na de abril. El mundo se­gui­rá su ca­mino sin mí. No tengo elec­ción. Estoy llena de cán­cer. Me co­rroe todo el cuer­po. Y no se puede hacer nada.

—Ahora iré abajo para ha­blar con tu padre — dice Phi­lip­pa—. In­ten­ta­ré venir a verte pron­to.

—No es ne­ce­sa­rio.

—Lo sé, pero ven­dré.

La gorda y buena de Phi­lip­pa que ayuda a morir a toda la gente entre Lon­dres y la costa del sur. Alar­ga los bra­zos y me es­tre­cha. Está ca­lien­te y su­do­ro­sa y huele a la­van­da.

Cuan­do se va, me duer­mo y sueño que entro en el salón y en­cuen­tro a todo el mundo sen­ta­do. Papá está ha­cien­do un ruido que no había oído hasta en­ton­ces.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora