Capitulo 8

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El chico pa­re­ce sor­pren­di­do cuan­do asomo la ca­be­za por en­ci­ma de la valla y lo llamo. Es mayor de lo que creía, tal vez tenga die­ci­ocho años, con el ca­be­llo os­cu­ro y una barba in­ci­pien­te.

—¿Sí?

—¿Puedo que­mar unas cosas en tu fuego?

Se acer­ca arras­tran­do los pies por el sen­de­ro y en­ju­gán­do­se la fren­te como si es­tu­vie­ra su­dan­do. Tiene las uñas su­cias y res­tos de hojas en el pelo. No son­ríe.

Le­van­tan­do las dos cajas de za­pa­tos para que pueda ver­las. Llevo el ves­ti­do de Zoey sobre el hom­bro como una ban­de­ra.

—¿Qué hay den­tro?

—Papel sobre todo. ¿Puedo en­trar?

Se en­co­je de hom­bros, como si le diera igual que en­tra­ra o no, así que paso por en­ci­ma del mu­re­te que se­pa­ra nues­tras vi­vien­das, cruzo si jar­dín de­lan­te­ro y me di­ri­jo hacia un lado. Él está allí, su­je­tan­do la can­ce­la para que pase. Va­ci­lo.

—Soy Tessa.

—Adam.

Ca­mi­na­mos en si­len­cio por el sen­de­ro de su jar­dín. Apues­to a que cree que me ha de­ja­do el novio y quie­ro que­mar sus car­tas. Apues­to a que pien­sa: "No es ex­tra­ño que la haya de­ja­do, con esa cara de ca­la­ve­ra y la ca­be­za calva."

—El fuego re­sul­ta de­cep­cio­nan­te, tan sólo una pila de ra­mi­tas y hojas que arden len­ta­men­te con unas pocas lla­mas es­pe­ran­za­das que lamen los bor­des.

—Las hojas están hú­me­das —dice—. El fuego se avi­va­rá con el papel.

Abro una caja y la vuel­co sobre la ho­gue­ra.

Lle­va­ba un dia­rio desde el día en que noté el pri­mer mo­ra­do en la co­lum­na hasta el día, hace sólo dos meses, en que el hos­pi­tal me dio por desahu­cia­da ofi­cial­men­te. Cua­tro años de op­ti­mis­mo pa­té­ti­co son un buen com­bus­ti­ble. ¡Mira cómo arden! Todas las tar­je­tas de ánimo que he re­ci­bi­do se en­ros­can en los bor­des, cre­pi­tan y se des­me­nu­zan. En cua­tro lar­gos años se ol­vi­dan los nom­bres de la gente.

Había una en­fer­me­ra que di­bu­ja­ba ca­ri­ca­tu­ras de los mé­di­cos y me las ponía junto a la cama para ha­cer­me reír. Tam­po­co re­cuer­do su nom­bre. ¿Loui­se? Era muy pro­lí­fi­ca. El fuego es­cu­pe chis­pas, as­cuas que se pier­den entre los ár­bo­les.

—Estoy sol­tan­do las­tre —le digo a Adam, pero no creo que me esté es­cu­chan­do. Arras­tra un mon­tón de zar­zas por la hier­ba para echar­las al fuego.

La si­guien­te caja es la que más de­tes­to. Papá y yo la re­pa­sá­ba­mos jun­tos, es­par­cien­do las fotos sobre la cama del hos­pi­tal.

"Te pon­drás bien —me decía, des­li­zan­do el dedo por mi foto a los once años, tí­mi­da con el uni­for­me del co­le­gio en mi pri­mer día de se­cun­da­ria—. Ésta es de cuan­do es­tu­vi­mos en Es­pa­ña. ¿Te acuer­das?"

Yo es­ta­ba del­ga­da y mo­re­na y pa­re­cía llena de es­pe­ran­za. La en­fer­me­dad había re­mi­ti­do por pri­me­ra vez. Un chico me había sil­ba­do en la playa, y mi padre me hizo una foto di­cien­do que no que­rría ol­vi­dar el pri­mer sil­bi­do.

Pero sí quie­ro.

Sien­to el re­pen­tino deseo de ir co­rrien­do a casa en busca de más cosas. Mi ropa, mis li­bros.

—¿Puedo vol­ver la pró­xi­ma vez que hagas una fo­ga­ta?

Adam tiene una zarza junto a la bota y la em­pu­ja con la punta para echar­la al fuego.

—¿Por qué quie­res des­ha­cer­te de todo?

Formo una pe­lo­ta con el ves­ti­do de Zoey; re­sul­ta pe­que­ño en mi puño. Lo arro­jo al fuego y pa­re­ce re­fle­jar la luz antes in­clu­so de lle­gar a las lla­mas. Vuela y se queda quie­to, de­rri­tién­do­se, con­vir­tién­do­se en plás­ti­co.

—Un ves­ti­do pe­li­gro­so —dice Adam, y me mira a los ojos como si su­pie­ra algo.

Toda ma­te­ria está for­ma­da por par­tí­cu­las. Cuan­to más só­li­da es una cosa, más cerca están las par­tí­cu­las unas de otras. Las per­so­nas son só­li­das, pero por den­tro tie­nen lí­qui­do. Pien­so qué quizá, si uno se acer­ca de­ma­sia­do, el fuego pueda al­te­rar­le las par­tí­cu­las del cuer­po, por­que me sien­to ex­tra­ña­men­te li­ge­ra y ma­rea­da. No estoy muy se­gu­ra de lo que me pasa, quizá sea que no como lo ne­ce­sa­rio, pero tengo la im­pre­sión de no estar an­cla­da a mi cuer­po. De re­pen­te el jar­dín se ilu­mi­na.

Igual que las chis­pas del fuego, que vue­lan hasta mi pelo y mi ropa, la ley de la gra­ve­dad dice que todos los cuer­pos que des­cien­den deben caer al suelo.

Me sor­pren­de en­con­trar­me tum­ba­da en la hier­ba, mi­ran­do la cara pá­li­da de Adam ro­dea­da por un halo de nubes. Tardo un mo­men­to en en­ten­der­lo.

—No te mue­vas —su­su­rra él—. Creo que te has des­ma­ya­do.

In­ten­to ha­blar, pero noto la len­gua como pe­ga­da u me re­sul­ta más fácil que­dar­me tum­ba­da.

—¿Eres dia­bé­ti­ca? ¿Ne­ce­si­tas azú­car? Tengo aquí una lata de Co­ca-Co­la si quie­res.

Adam se sien­ta a mi lado, es­pe­ra a que me in­cor­po­re y luego me ofre­ce la be­bi­da. Me zumba la ca­be­za cuan­do el azú­car llega al ce­re­bro. Me sien­to muy li­ge­ra, más es­pec­tral que antes, pero mucho mejor. Los dos con­tem­pla­mos el fuego. Todo lo que había en las cajas ha ar­di­do; in­clu­so de las cajas no que­dan más que unos res­tos cha­mus­ca­dos. El ves­ti­do se ha con­ver­ti­do en aire. Pero las ce­ni­zas aún están ca­lien­tes y bri­llan lo su­fi­cien­te para atraer una po­li­lla, una es­tú­pi­da po­li­lla que se acer­ca a ellas dan­zan­do. Chis­po­rro­tea, y sus alas sil­ban y se con­vier­ten en polvo. Ambos con­tem­pla­mos el es­pa­cio vacío que antes ocu­pa­ba.

—Tra­ba­jas mucho en el jar­dín, ¿ver­dad? —pre­gun­to.

—Me gusta.

—Te ob­ser­vo por la ven­ta­na, cuan­do cavas y haces cosas. Él se mues­tra sor­pren­di­do.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Me gusta ob­ser­var­te.

Frun­ce el en­tre­ce­jo, como si tra­ta­ra de asi­mi­lar­lo. Pa­re­ce a punto de ha­blar, pero apar­ta la mi­ra­da y pasea los ojos por el jar­dín.

—He pen­sa­do en plan­tar un huer­to en esa es­qui­na. Gui­san­tes, coles, le­chu­gas, ju­días ver­des. De todo un poco— Es por mi madre, sobre todo.

—¿Por qué?

Se en­co­ge de hom­bros y mira hacia la casa, como si men­cio­nar a su madre pu­die­ra atraer­la a la ven­ta­na.

—Le gus­tan los huer­tos.

—¿Y a tu padre?

—No. Sólo es­ta­mos mi madre y yo.

Re­pa­ro den un hi­li­llo de san­gre que tiene en el dorso de la mano. Él lo ad­vier­te y se lo lim­pia en los te­ja­nos.

—De­be­ría se­guir con lo mío. ¿Estás bien? Pue­des aca­bar­te la Co­ca-Co­la si quie­res.

Ca­mi­na a mi lado mien­tras re­co­rro len­ta­men­te el sen­de­ro. Me ale­gro de que mis fotos y mi dia­rio hayan ar­di­do, de que el ves­ti­do de Zoey haya des­a­pa­re­ci­do. Sien­to como si fue­ra­na ocu­rrir cosas nue­vas.

Me giro hacia Adam al lle­gar a la can­ce­la.

—Gra­cias por ayu­dar­me.

—Estoy a tu dis­po­si­ción —con­tes­ta.

Tiene las manos en los bol­si­llos. Son­ríe, luego baja la vista hacia sus botas, pero sé que me ve.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora