Capitulo 19

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Hay un pá­ja­ro muer­to en la hier­ba con las patas tie­sas como pin­chos de cóc­tel. Estoy sen­ta­da en la ha­ma­ca, bajo el man­zano, con­tem­plán­do­lo.

—Se ha mo­vi­do —le digo a Cal.

Él deja de ha­cer­lo ma­la­ba­ris­mos y se acer­ca para mirar.

—Son gu­sa­nos. Den­tro del ca­dá­ver hace tanto calor que los gu­sa­nos del cen­tro tie­nen que des­pla­zar­se hacia los lados para re­fres­car­se.

—¿Cómo rá­ba­nos sabes tú eso?

Se en­co­ge de hom­bros.

—In­ter­net.

Le da to­ques al pá­ja­ro muer­to con la punta del za­pa­to hasta que se le abre el es­tó­ma­go. Cien­tos de gu­sa­nos se des­pa­rra­man sobre la hier­ba y se re­tuer­cen, atur­di­dos por la luz del sol. —¿Lo ves? —Cal se aga­cha y hurga en ellos con un palo—. Un ca­dá­ver es un eco­sis­te­ma. En cier­tas con­di­cio­nes, un ser hu­mano sólo tarda nueve días en pu­drir­se hasta los hue­sos. —Me mira pen­sa­ti­va­men­te—. Pero eso a ti no te pa­sa­rá.

—¿No?

—Eso pasa con la gente que matan y dejan al aire libre.

—¿Qué me ocu­rri­rá a mí, Cal?

Tengo la sen­sa­ción de que, diga lo que diga, será ver­dad, como si fuera una es­pe­cie de gran mago to­ca­do por la ver­dad cós­mi­ca. Pero él se en­co­ge de hom­bros y res­pon­de:

—Lo bus­ca­ré y ya te lo diré. —Se va hacia el co­ber­ti­zo para coger una pala—. Vi­gi­la al pá­ja­ro.

La brisa agita sus plu­mas. Es muy her­mo­so, negro, con un lus­tre azu­la­do, como el acei­te en la su­per­fi­cie del mar. Los gu­sa­nos tam­bién son bo­ni­tos. En la hier­ba los do­mi­na el pá­ni­co; bus­can el pá­ja­ro, se bus­can unos a otros.

Y en­ton­ces llega Adam ca­mi­nan­do por el jar­dín.

—Hola —sa­lu­da—. ¿Cómo estás?

Me in­cor­po­ro de la ha­ma­ca.

—¿Has sal­ta­do por en­ci­ma de la valla?

Niega con la ca­be­za.

—Está rota allá al fondo.

Lleva te­ja­nos, botas y cha­que­ta de cuero. Es­con­de algo a la es­pal­da.

—Toma —Me ofre­ce un pu­ña­do de hojas de plan­tas sil­ves­tres. Entre ellas hay flo­res na­ran­ja. Pa­re­cen lin­ter­nas o ca­la­ba­zas enanas.

—¿Para mí?

—Para ti.

Me emo­ciono.

—Estoy in­ten­tan­do no ad­qui­rir cosas nue­vas.

Él frun­ce el en­tre­ce­jo.

—Tal vez los seres vivos no cuen­ten.

—Creo que in­clu­so po­drían con­tar más.

Se sien­ta en la hier­ba al lado de la ha­ma­ca y deja las flo­res en medio. La tie­rra está hú­me­da. Le ca­la­rá la ropa. Le dará frío. No se lo digo. Tam­po­co le hablo de los gu­sa­nos. Quie­ro que se le metan rep­tan­do en los bol­si­llos.

Cal vuel­ve con un des­plan­ta­dor.

—¿Vas a plan­tar algo? —le pre­gun­ta Adam.

—Un pá­ja­ro muer­to —con­tes­ta, y se­ña­la el lugar donde yace el ave.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora