Capítulo 13.1: Trabajo

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En las escalinatas del edificio Al Río en Florida, Vicente López, donde se encuentran ubicadas las oficinas de la compañía de Stefano, Realtà S.A., se agolpan los periodistas en busca de las declaraciones de la candente Canela (o sea yo), sobre su amorío con el amado Milho y si tuvo alguna recaída, dada su participación en las heroicas pero alocadas intervenciones para rescatar al animal maltratado (o sea el mamut que sólo tenía un insignificante sarpullido).

—Señores, Canela jamás tuvo problemas de adicciones. Dejen de insistir con esas calumnias infundadas.

La voz de Milho resonó con un ligero acento cordobés desde detrás de mí. Se me para el corazón. La respiración se me atora en el pecho mientras giro a verlo.

—¿Es por tu reciente relación con ella que apoyás sus viejos dichos? —pregunta un jovencito.

Milho lo liquida con la mirada a lo cual aclara que esa pregunta la formuló Santiago Riera desde el estudio.

—Es porque es la verdad y siempre fue así —recalca.

—¿Confirmás que están saliendo?

—No más que en Alemania.

Milho me rodea la cintura con un brazo y me dirige hacia adentro. Su suave toque me eriza los vellos desde ese punto, cosquilleando por todo mi cuerpo. Las preguntas no cesan pero él se las arregla para continuar con la estrategia de marketing planteada, a la vez que me arrastra hasta adentro del edificio.

Entramos y nos recibe la recepcionista y algunos empleados de mantenimiento que no se pierden detalle cuando alejo su mano de mi cintura.

—Va a ser mejor que mantengamos las apariencias solamente para los periodistas.

—Cane...

Nos detenemos frente al ascensor.

—Sí, ya sé. Cualquiera que nos vea puede difundir que es todo una puesta en escena. Pero eso va a beneficiar más a la publicidad del proyecto y a Stefano.

—No es eso lo que iba a decir, pero lo único en lo que podés pensar es en Stefano y nada más que Stefano ¿no?

Me sorprende la acidez con la que nombra a Stefano. Sé que no se lo banca mucho, pero parece celoso.

Me siento una idiota. No quiero volver a los comentarios hirientes, a las peleas constantes. Solamente necesito evitar confundir las cosas. No quiero que crea que soy la ex con la que puede sacarse las ganas y decir cosas que no siente. Porque él no es la misma persona que conocí hace diez años. Él puede acostarse con muchas mujeres y mantener los sentimientos a un lado. Pero yo no lo puedo hacer. No con él. Si le permito envolverme en imprudentes palabras que no siente como intentó en Alemania, la única lastimada voy a ser yo.

—Perdoname... No quiero que peleemos todo el tiempo. —Sube al ascensor y evita mi mirada evaluando inexistentes pelusas en su saco—. Solamente quiero que mantengamos la distancia para no confundirnos como ya hicimos.

Me mira acongojado.

—En serio. No quise agredirte.

—Está bien. No hay drama.

—Te interrumpí flasheando cualquiera... perdoname.

—Ya está —dice y baja la vista.

—Bueno... pero... ¿Qué ibas a decir?

—Nada... eso, yo tampoco quiero que volvamos a ignorarnos.

—No, no podemos darnos ese lujo. Tenemos que trabajar juntos.

Me mira cada vez más decaído y esa agudeza se me punza en el pecho, aprisionándolo.

—Tampoco que nos agredamos.

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