Capítulo 17.3: Confesiones confusas

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Me permite caminar a su lado y cumplo mi promesa de no decir nada.

Disfrutamos de nuestra compañía caminando no sé a dónde. De pronto me encuentro en la rivera del río, sentándonos en los bancos observando al sol levantarse del agua.

Mi alma se llena de esperanza. Estoy tan perdidamente enamorado que me conformo con esto.

—Gracias por el video

Me sorprende dirigiéndome la palabra con su dulce voz de miel que hace juego con el color de sus ojos... ¿tristes? ¿melancólicos? ¿enamorados? Ojalá.

—No tenés que agradecerme.

Se levanta y camina hacia el agua. La sigo con la mirada para llenarme de su silueta oscura, contrastando con el sol brillante que da justo a la altura de su torso.

Es tan hermosa que me quita la respiración y se me anuda la garganta cuando pienso que estuve a punto de perderla para siempre, por no haberle permitido explicarse como ella me lo está permitiendo en éste momento.

Trago saliva para pasarlo y la sigo.

Día tras día comenzamos así la mañana. La acompaño y caminamos al río. Nos sentamos a contemplar el sol alzarse. No hablamos mucho. Solamente disfruto de su compañía. De sus medio sonrisas.

Arrojamos piedras al agua haciendo sapitos.

Nos sonrojamos cuando rozamos las manos al caminar.

Lentamente la voy llevando a que se acostumbre a mi roce. Toco sus dedos, le alcanzo prendas y acaricio sus manos. Le comparto mis abrigos y acaricio sus brazos o su cuello.

Ella sonríe y me mira. Pero esta vez no la voy a apresurar. Si es necesario, voy a esperar a que me ruegue por que la bese o que la abrace.

Pero la espera es dura.

Muchas tardes como hoy, rodeados de expectantes testigos de mis infructuosos intentos por reconquistarla, caminamos de vuelta hasta su casa y la dejo ahí, en la puerta, partiendo con la esperanza de que me hubiese alentado a besarla, despedazada.

Pero hoy, la tomo de la mano y ella no la quita.

Siento el pequeño triunfo de sentir el suave tacto entre mis dedos, desde donde un calor ardiente asciende hasta mi pecho, y tengo que refrenar la pasión que desbordan mis sentidos. Caminamos de la mano como cuando éramos chicos. Como si fuéramos novios. Ojalá aunque fuera pudiera llamarme así.

Antes de besarla en la mejilla, con el corazón en un puño ante una nueva despedida, seguro de que no habrá una invitación a pasar, como no la hubo en la última semana en la que me dejó acompañarla hasta la puerta de su departamento, me detiene, y con mis pasos, se detiene mi corazón un latido, para arremeter con precipitación luego. Mira hacia el suelo del lintel de la puerta, tal vez recordando algo que no logro discernir.

—Cuando te fuiste a Italia —comienza—, y subías por la escalera mecánica para pasar migraciones... te vi levantarlo del suelo.

La miro acongojado porque una vez más me dirige la palabra, aunque totalmente desorientado, sin comprender de qué habla.

—¿Cuándo, qué...?

Mi voz pasa a través del nudo de mi garganta y se nota.

—Te habías llevado al Tío Cosa.

Se refiere al recuerdo lanudo que ella hizo con sus propias manos para mí, hace más de diez años atrás.

Le sonrío con el nudo cerrándose aún más en la base de mi cuello.

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