Cada mañana Milho se levanta del sillón del hall y espera un saludo que no le doy porque no hay periodistas que lo atestigüen. Y cada mañana le rompo el corazón y se resquebraja un poquito más mi coraza.
Porque no se rinde y a la tarde vuelve a intentar caminar a mi lado, pero sigo al estacionamiento sin detenerme y lo dejo estacado con la mirada perdida y los ojos cansados.
Y es que quisiera simular que todo está bien, pero somos fuego y estopa, y el tano es donde está puesto mi foco ahora. No quiero que volvamos a lo que pasó en la feria.
Pero sus ojos cada mañana y la desazón de cada tarde terminan de minar mi resistencia. Y entonces comienzo a saludarlo, y luego a hacer comentarios sobre el clima. O simplemente caminar en silencio uno junto al otro, sin apresurarme a perder sus pasos.
—Pensé que sería la primera en llegar. Vine más temprano —me sorprendo cuando mi rutina ya no es simplemente, pasarlo de largo.
—Lo fuiste. Yo siempre estoy atrás tuyo.
Lo miro y contengo la comisura de mis labios que quieren curvarse hacia arriba... Y es que éstas indirectas son las que en un primer momento pretendía evitar.
Lo extrañé. ¡Dios! ¡Cómo lo extrañé!
Y a fuerza de insistencia es que olvido mi recato. Charlamos de todo y de nada. Nuestros ojos hablan más que las palabras. Sonríen solamente por la compañía.
Pasamos muchas noches a solas diseñando y probando. Volcados sobre el tablero chocando cabezas, rozando brazos, sonriéndonos, resistiendo hormigueos, dormitando en los mullidos sillones y hasta llegamos a ver el amanecer elevándose en el río desde la comodidad de la oficina, mientras sorbemos un chocolate caliente.
Nuestros personajes tienen el carácter de ánimo y apariencia que habíamos predefinido y nos sentimos satisfechos con los resultados.
En los descansos cada uno aprovecha para seguir su partida de Dioses y guerreros.
Con el tano parecemos sincronizados. Cada vez que yo entro, él también lo hace al instante o apenas acaba de ingresar.
Milho me llena los ojos, y el tano me llena el alma. Se preocupa por mí y está pendiente de todo. De mi tono de voz, de mis comentarios. Algo que reproché abiertamente a Milho no haber hecho por mí, él lo hace sin conocerme. Siempre insiste en ello. Dice que sólo tengo que mencionarlo y corre a donde quiera que esté para verme. Pero le mentí tanto sobre mi identidad que no sé qué pensará al reconocerme. Y siempre está la duda de si me traicionaría. Pero luego me lo imagino abrazándome con su metro noventa de altura. ¿Sería cómodo besarlo?
—¿Te acordás el árbol de Tanti donde marcábamos nuestra altura?
—Sí, estuve revisando ese árbol cuando fui el mes pasado —dice y me mira con rostro ilusionado.
—¿En serio?
—¡Éramos altísimos a los nueve años!
Reímos.
—¿Siguió creciendo el árbol?
—Creo que todavía no alcanzo a la marca de los doce —ironiza.
—Jajaja, qué frustración año tras año creyendo que no crecíamos más que unos milímetros.
—Creíamos que todo el mundo se regía por subjetividades y nosotros éramos los únicos con la data empírica que demostraba que crecíamos muy poco.
—¡Qué pánfilos! ¡Mirá que teníamos tablas, puertas, postes, de todo para medirnos y nos íbamos a medir en la única cosa que crecía a la par nuestra!
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Confusiones virtuales
RomanceDesde que Milton D'angelo (Milho) se libró del programa de protección de testigos, permaneció en Italia donde su habilidad con la programación y diseño de juegos de realidad virtual lo han convertido en el favorito de los gametubers y de las revista...