Capítulo 25

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—A mí me dijo que ignorara tu carácter y me fijara en tu dulce cuerpo.

—¿De veras?

—No con esas palabras, pero ésa era la idea.

—No lo entiendo. ¿Por qué se molestó en tramar todo esto para un matrimonio de seis meses?

—¿No es evidente? Espera que cometamos un desliz y te quedes embarazada. —Laura lo miró fijamente. —Quiere garantizar el futuro de la monarquía. Quiere un bebé con sangre Derghon y Romanov que ocupe un lugar en la historia. Ése es su plan. Que des a luz a un bebé mítico; si luego seguimos casados o no, no importa. De hecho, probablemente preferiría que nos divorciáramos; en cuanto rompiéramos intentaría hacerse cargo del niño.

—Pero sabe que tomo anticonceptivos. Jane me acompañó al ginecólogo. Incluso es ella quien se encarga de conseguir las recetas porque no se fía de mí.

—Es evidente que Jane no está tan ansiosa como él por tener un pequeño Derghon-Romanov corriendo por la casa. O simplemente aún no quiere ser abuela. Supongo que él no lo sabe, pero dudo que tu madrastra pueda ocultárselo durante mucho más tiempo.

Ella miró por la ventanilla los cuatro carriles de la autopista. Un letrero de neón de Taco Bell brillaba intermitentemente a un lado. Luego pasaron ante un concesionario de Subaru. Laura experimentó una sensación de irrealidad por el contraste entre los modernos signos de civilización y la conversación que mantenía con Pablo sobre antiguas monarquías. Al rato le asaltó un pensamiento horrible.

—El príncipe Alexi tenía hemofilia y es hereditaria. Pablo, no tendrás esa enfermedad, ¿verdad?

—No. Sólo se transmite a través de las mujeres. Aunque Alexi la tenía, no podía pasarla a sus hijos. —Se pasó al carril izquierdo. —Sigue mi consejo, Laura, y no piensa en esto. No vamos a seguir casados y no vas a quedarte embarazada, así que mis conexiones familiares no tienen importancia. Sólo te he contado esto para que dejes de darme la lata.

—Yo no te doy la lata.

Pablo le recorrió el cuerpo con una mirada lasciva.

—Eso es como decir que tú no...

—Calla. Como pronuncies esa palabra con «F», lo lamentarás.

—¿Qué palabra es ésa? Dímela al oído para que sepa de qué hablas.

—No te voy a decir nada.

—Deletréala.

—Tampoco la deletrearé.

Pablo siguió bromeando con ella hasta llegar al recinto, pero no consiguió que se la dijera.

cuando terminó de visitar a Misha, tenía los pantalones cubiertos de lodo y sus deportivas estaban tan duras que parecían zapatos de cemento. Esa tarde, los artistas habían comenzado a hablar con ella antes de la función. Alex se disculpó por la rudeza que había mostrado el día anterior y Sarah la invitó a ir de compras esa misma semana. Las integrantes de Blush la felicitaron por su valentía y uno de los guitarristas le dió un ramillete de flores de papel.

***

Cuando termino de ensayar la presentación Laura volvió a ponerse los jeans enlodados en la zona provisional de vestuarios que se había dispuesto junto a la puerta trasera del Overworld para que los artistas no se mojaran los trajes de actuación. Se abrochó el impermeable, inclinó la cabeza y salió rápidamente bajo las ráfagas de lluvia y viento. Aunque no eran ni las cuatro de la tarde, la temperatura había descendido mucho y para cuando llego a la caravana le castañeteaban los dientes. Se quitó los jeans, puso el calentador en marcha y encendió todas las luces para iluminar la estancia. Cuando la luz llenó el confortable interior y la caravana comenzó a caldearse, Laura pensó que aquel lugar nunca le había parecido tan acogedor. Se puso un chándal color melocotón y unos calcetines de lana antes de empezar a trajinar en la pequeña cocina. Solían cenar antes de la función y, durante las últimas semanas, había sido ella quién se había encargado de hacer la comida; le encantaba cocinar cuando no tenía que guiarse por una receta.
Canturreó mientras cortaba una cebolla y varios brotes de apio antes de empezar a saltearlos con ajo en una pequeña sartén; luego añadió un poco de romero. Encontró un paquete de arroz silvestre y lo añadió junto con más hierbas aromáticas. Sintonizó la radio portátil del mostrador en una emisora de música clásica. Los olores hogareños de la cocina y los exuberantes acordes del Preludio en do menor de Rachmaninov inundaron la caravana. Hizo una ensalada, añadió pechuga de pollo a la sartén y agregó el vino blanco que quedaba en una botella que habían abierto hacía varios días. Se empañaron las ventanas y regueros de condensación se deslizaron por los cristales. La
lluvia repiqueteaba contra el techo metálico, mientras los olores, la música suave y la acogedora cocina la mantenían en un cálido capullo. Puso la mesa con la descascarillada vajilla de porcelana china, las soperas de barro, las desparejadas copas y un viejo bote de miel que contenía unos tréboles rojos que había recogido en el campo el día anterior. Cuando finalmente miró a su alrededor, pensó que ninguna de las lujosas casas en las que había vivido antes le había parecido tan perfecta como aquella caravana destartalada.

La puerta se abrió y entró Pablo. El agua se le deslizaba por el impermeable amarillo y tenía el pelo pegado a la cabeza. Ella le pasó una toalla mientras él cerraba la puerta. El estallido distante de un trueno sacudió la caravana.

—Huele bien aquí dentro. —Él echó un vistazo a su alrededor, al interior cálidamente iluminado, y Laura observó en su expresión algo que parecía anhelo. ¿Había tenido alguna vez un hogar? Por supuesto no cuando era niño, pero, ¿y de adulto?

—Tengo la cena casi lista —dijo ella. —¿Por qué no te cambias?

Mientras Pablo se ponía ropa seca, ella llenó las copas de vino y revolvió la ensalada. En la radio sonaba Debussy. Cuando él regresó a la mesa con unos pantalones y una sudadera gris, ella ya había servido el pollo con arroz. Pablo se sentó después de que Laura tomara asiento. Tomó su copa y la levantó hacia ella en un silencioso brindis.

—No sé cómo estará la comida. He utilizado los ingredientes que tenía a mano.

Pablo la probó.

—Está buenísima.

Durante un rato comieron en un agradable silencio, disfrutando de la comida, la música y la acogedora caravana bajo la lluvia.

—Te compraré un molinillo de pimienta con mi próximo sueldo —dijo ella, —así no tendrás que condimentar la comida con lo que contiene esa horrible lata.

—No quiero que te gastes tu dinero en un molinillo para mí.

—Pero si te gusta la pimienta.

—Eso no viene al caso. El hecho es...

—Si fuese a mí a quien le gustase la pimienta, ¿me comprarías un molinillo?

—Si quisieras...

Ella sonrió. Pablo pareció quedarse perplejo.

—¿Es eso lo que quieres? ¿Un molinillo de pimienta?

—Oh, no. A mí no me gusta la pimienta.

Él curvó la boca.

—Me avergüenza admitirlo, Laura, pero parece que empiezo a entender estas conversaciones tan complejas que tienes.

—Pues a mí no me sorprende. Eres muy brillante.

Le dirigió una sonrisita traviesa.

—Y tú, señora, eres la bomba.

—Y además sexy.

—Eso por supuesto.

—¿Podrías decirlo de todas maneras?

—Claro. —Pablo la miró con ternura y le tomó la mano por encima de la mesa.

—Eres sin duda la mujer más sexy que conozco. Y la más dulce...

Ángel Donde viven las historias. Descúbrelo ahora