Capítulo 36

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Cuándo Savannah miró lo que había ocurrido, supo que tenía que escapar de allí y, un momento después, aceleraba por la carretera en su Cadillac sin importarle a dónde iba; necesitaba celebrar la humillación de Pablo en privado. A pesar de todo su orgullo y arrogancia, Pablo Minor se había casado con una mentirosa. Sólo unas horas antes, cuando Victoria le había dicho que Laura estaba embarazada Savannah se había querido morir. Había podido tolerar el horrible recuerdo del día en que perdió el orgullo, cuando se rebajó delante de él, porque había sabido que Pablo nunca se casaría con otra y también estaba segura de que Pablo jamás enjendraria a un hijo con otra persona que no fuera ella. ¿Cómo iba a encontrar a una mujer que le comprendiera como lo hacía ella, su alma gemela? Si no podía casarse con Savannah ni tener hijos con ella, mucho menos podría hacerlo con otra, y gracias a ese pensamiento su orgullo había sobrevivido. Pero hoy todo se había acabado. Aún no podía creer que él le hubiera negado ese último placer. Se recordaba a sí misma llorando y abrazándose a él, rogándole que la amara, con la misma claridad que si acabara de ocurrir. Y ahora, con más rapidez de la que podía haber imaginado, él estaba siendo castigado y ella podría dormir tranquila. No podía imaginar un golpe más amargo para el orgulloso Pablo. Al menos su humillación había sido privada, pero la de él había sido en público. Savannah encendió la radio y el coche se inundó con el sonido del rock duro. Pobre Pablo. En realidad lo compadecía. Se había negado a casarse con la reina de la pista y había terminado con una mentirosa.

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Una abrasadora estela de fuego le bajaba desde el hombro al centro del pecho y desde el vientre hasta la cadera. Sentía tanto dolor que no se dio cuenta de que habían atravesado el recinto y entrado en la caravana hasta que Pablo la dejó sobre la cama. Una vez más, Laura apartó la mirada de él, mordiéndose los labios para no gritar cuando su marido le quitó lentamente el destrozado vestido.
 
—Tu pecho... —él contuvo el aliento. —Tienes un verdugón, pero no tienes la piel cortada, sólo amoratada.

El colchón se movió cuando él se levantó, pero regresó enseguida.

—Sentirás frío. Voy a ponerte una compresa.

Laura dio un respingo cuando él le cubrió la piel ardiente con una toalla húmeda y fría. Apretó los párpados, deseando que pasara todo. La toalla se calentó por la piel ardiente y Pablo se la quitó para reemplazarla por otra. El colchón se hundió de nuevo cuando él se sentó a su lado. Comenzó a hablar, con voz suave y ronca.

—No soy... no soy tan pobre como te he hecho creer. Doy clases en la universidad, pero... pero además me dedico a la compraventa de arte ruso. Y soy asesor en algunos de los mejores museos del país.

Las lágrimas se deslizaron por los párpados de Laura y cayeron en la almohada. Cuando las compresas comenzaron a surtir efecto, el dolor disminuyó y se convirtió en un latido sordo y vibrante. Pablo continuó hablando con frases entrecortadas y titubeantes.

—Me consideran una autoridad en iconografía rusa en... en Estados Unidos. Tengo dinero. Prestigio. Pero no quería que lo supieras. Quería que pensaras que era un inculto y pobre trabajador del Overworld. Quería... ahuyentarte.
 
—Ya no me importa —se obligó a decir Laura.

Pablo hablaba ahora con rapidez, como si se le acabara el tiempo.

—Poseo una... una gran casa de ladrillo. En Connecticut, no lejos del campus. —Con un toque ligero como una pluma, reemplazó la compresa por una nueva. —Está repleta de arte y cosas bellas y también... también tengo un granero en la parte de atrás con un establo para Misha.
 
—Por favor, déjame en paz.

—No sé por qué sigo viajando con el Overworld. Siempre que lo hago me juro que será la última vez, pero después pasan unos años y comienzo a sentirme inquieto. No importa si estoy en Rusia, en Ucrania, en México, o en Nueva York, al final acabo sintiendo una llamada que me impulsa a volver. Supongo que siempre seré más Minor que Romanov.

Ángel Donde viven las historias. Descúbrelo ahora