Capítulo 37

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Costas lo fulminó con la mirada.

—¿Por qué pierdes el tiempo buscándola aquí? Ya te dije que me pondría en contacto contigo en cuanto supiera algo de ella.

Pablo miró por la ventana, escrutando Central Park como si pudiera encontrar la respuesta en el parque. No podía recordar cuándo había sido la última vez que había comido algo decente o dormido más de unas cuantas horas sin despertar sobresaltado. Tenía el estómago revuelto, había perdido peso y sabía que estaba hecho un desastre. Hacía un mes que Laura había huido, pero no estaba más cerca de localizarla ahora que la noche que había desaparecido. Había seguido una pista tras otra, faltando a más funciones de las que podía enumerar, pero ni él, ni el detective que había contratado, habían conseguido averiguar nada. Costas le había dado una lista de las personas con las que podía haber contactado Laura, y Pablo había ido a visitarlas a todas, pero era como si su esposa hubiera desaparecido de la faz de la tierra. Él rezaba para que sus alas de ángel la mantuvieran a salvo. Se volvió lentamente y se enfrentó a Costas.

—He pensado que podías haber pasado algo por alto. Laura no tenía más de cien dólares cuando se fue.

Jane intervino desde el sofá.

—Pablo, ¿de verdad piensas que Costas te ocultaría algo después de todo el trabajo que se tomó para que estuvieran juntos?

La manera que tenía Jane de arquear las cejas siempre le había hecho rechinar los dientes y, con los nervios a flor de piel, Pablo no pudo ocultar su desagrado.
 
—La cuestión es que mi esposa ha desaparecido y nadie sabe dónde está.

—Tranquilo, Pablo. Estamos tan preocupados por ella como tú.

—Te aconsejo —dijo Jane— que le preguntes a ese empleado que la vio por última vez.

Pablo había interrogado a Alpone hasta la saciedad, y ya se había convencido de que el anciano no tenía nada más que decirle. Mientras Pablo cometía la estupidez de ir a aquella tienda, Al había visto cómo Laura se subía a un camión de dieciocho ruedas. Llevaba puestos unos jeans y, en la mano, la pequeña maleta de Pablo.

—No puedo creer que hiciera autoestop —dijo Costas. —Podrían haberla asesinado.

Aquella angustiosa posibilidad había tenido a Pablo en vilo durante tres días, pero una tarde Jack salió precipitadamente de la taquilla para decirle que acababa de hablar con Laura por teléfono. Al parecer había llamado para asegurarse de que Misha estaba bien. Colgó sin mencionarlo a él en cuanto Jack intentó sonsacarle dónde se encontraba. Pablo maldijo las circunstancias que habían evitado que fuera él quien contestara al teléfono, luego recordó la media docena de llamadas que no habían tenido más respuesta que un chasquido al otro lado de la línea. Laura había llamado hasta que fue otra persona la que respondió. No quería hablar con él. Costas se paseó de un lado a otro de la estancia.

—No puedo comprender por qué la policía no se lo toma más en serio.

—Porque desapareció voluntariamente.

—Pero podría haberle ocurrido cualquier cosa desde entonces. Laura no es capaz de valerse por sí misma.

—Eso no es cierto. Laura es inteligente y no le asusta el trabajo duro.

Costas ignoró sus palabras. A pesar de todo, todavía veía a su hija como una persona inútil y frívola.

—Tengo amigos en el FBI, ya va siendo hora de que hable con alguno de ellos.

—Centenares de testigos vieron lo que sucedió esa noche en la pista. La policía cree que tenía razones de sobra para desaparecer.

—Eso fue un accidente y, a pesar de todos sus defectos, Laura no es vengativa. Nunca te guardaría rencor. No, Pablo. Tiene que haber alguien más implicado, no dejaré que me mantengas al margen más tiempo. Hoy mismo me pondré en contacto con el FBI.

Pablo no le había explicado a Costas toda la verdad, y era eso lo que le había impulsado a ir allí ese día. Al no haberle puesto al corriente de todos los hechos, se estaba reservando una información que podría dar una pista a Costas o a Jane sobre el paradero de Laura. No le gustaba tener que decir nada desagradable de sí mismo, pero su orgullo no era tan importante como la seguridad y el bienestar de su mujer y su hijo. Cuando miró a su suegro se dio cuenta de que había envejecido considerablemente durante el último mes. Había perdido parte de la flema diplomática que le caracterizaba. Sus movimientos eran más lentos y su voz menos firme. A su manera —rígida y prejuiciosa, por lo que Pablo había podido observar, —Costas quería a Laura y sufría por ella. Pablo miró por un momento el samovar de plata que había encontrado para Costas en una galería de París. Había sido diseñado por Peter Cari Faberge para el zar Alejandro III y llevaba impresa el águila imperial rusa. El distribuidor le había dicho que databa de 1886, pero el detalle de la pieza hacía que Pablo pensara que se acercaba más a 1890. Contemplar el talento de Faberge era menos duro que pensar en lo que tenía que contarle a Costas. Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y luego las sacó. Carraspeó.

—Laura no sólo estaba molesta conmigo por lo que le hice con el látigo.

Costas lo miró fijamente.

—¿Qué?

—Está embarazada.

—Te lo dije —dijo Jane desde el sofá.

Costas y Jane intercambiaron una mirada que puso a Pablo en guardia.

—Claro que me lo dijiste, cariño —dijo Costas en tono cariñoso.

—Y supongo que la reacción de Pablo al oír las buenas nuevas no fue demasiado agradable.

Jane era irritante pero no estúpida. Aquellas palabras fueron como meter el dedo en la llaga.

—Me comporté mal con ella —admitió él.

Jane miró a su marido con aire satisfecho.

—También te dije que ocurriría eso.

Pablo trago saliva antes de obligarse a decir el resto.

—Le ordené que abortara.

Costas apretó los labios.

—¿Cómo te atreviste a decirle eso?

—Cualquier cosa que me digas ya me la he dicho yo mil veces.

—¿Sigues pensando igual?

—Por supuesto que no —dijo Jane. —Sólo hay que mirarle a la cara para darse cuenta. La culpa le pesa sobre los hombros. —Se levantó del sofá. —Voy a llegar tarde al masajista. Ya resolverán esto ustedes solos. Felicidades, Costas.

Pablo percibió que había algo oculto en las últimas palabras de Jane y en la sonrisita cómplice que intercambió con Costas. Se la quedó mirando mientras abandonaba la estancia y supo que Costas y ella le ocultaban algo.

—¿Tiene razón Jane? —inquirió Costas. —¿Ya no piensas lo mismo?

—Tampoco lo pensaba cuando se lo dije a ella. Pero me dio la noticia de sopetón y la adrenalina me nubló la razón —estudió a Costas. —Jane no se ha sorprendido al oír que Laura estaba embarazada a pesar de saber que se inyectaba anticonceptivos. ¿Por qué?
 
Costas se acercó a la vitrina de nogal y observó la colección de porcelana a través de las puertas de cristal.

—Lo esperábamos, eso es todo.

—¡Estás mintiendo! Laura me dijo que era Jane quien compraba las inyecciones. ¿Qué me estás ocultando?

—Nosotros... hicimos lo que creímos más conveniente.

Pablo se quedó paralizado. Pensó en las inyecciones de Laura. Como si las estuviera viendo en ese momento, recordó que no tenían precinto. En esta época de medicamentos precintados, aquellas inyecciones no lo llevaban. La presión que sentía desde que Laura desapareció le oprimió el pecho. Una vez más había dudado de su esposa y, de nuevo, se había equivocado.

—Lo planeaste tú, ¿no? Igual que planeaste todo lo demás. Reemplazaste sus inyecciones.

—No sé de qué me hablas.

—No quiero jugar al gato y al ratón. Dime la verdad, Costas. Dímela ya.

Ángel Donde viven las historias. Descúbrelo ahora