Capítulo 32

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—Come. Me encanta verte meter el tenedor en la boca. —La voz de Pablo se había vuelto ronca y manifiestamente seductora. —Me recuerda a todas esas otras cosas que haces con ella.

Laura se ruborizó y volvió a concentrarse en la ensalada, pero sentía los ojos de Pablo clavados en ella con cada bocado que daba. Un montón de imágenes eróticas comenzó a desfilar por su mente.
 
—¡Deja de hacer eso! —Soltó el tenedor con exasperación.

Él acarició el tallo de la copa con aquellos dedos largos y elegantes, luego deslizó el pulgar por el borde.

—¿Que deje de que hacer qué?
 
—¡Deja de seducirme!

—Pensaba que te gustaba que te sedujera.

—No cuando me he arreglado para cenar en un restaurante.

—Entiendo. Ya veo que no llevas sujetador. ¿Llevas bragas?

—Por supuesto.

—¿Algo más?

—No. Con las sandalias no uso pantis.

—Bien. Pues vas a hacer lo siguiente: levántate y ve al baño. Quítate las bragas y mételas en el bolso. Luego vuelve aquí.

El calor se extendió por los lugares más secretos del cuerpo de Laura.

—¡No pienso hacer eso!

—¿Sabes qué pasó la última vez que un Derghon desafió a un Romanov?

—No, y no sé si quiero saberlo.
 
—Perdió la cabeza. Literalmente.

—Entiendo.

—Pues te doy diez segundos.

Aunque mantenía una expresión desaprobadora, a Laura se le había disparado el pulso ante la idea.

—¿Es una orden?

—Apuesta tu dulce trasero a que sí.

Aquellas palabras fueron como una caricia erótica que casi la hizo disolverse, pero logró apretar los labios y levantarse de la mesa con aparente renuencia.

—Señor, es usted un tirano y un déspota.

Salió del comedor con la ronca risa de Pablo resonando en sus oídos. Cuando regresó cinco minutos después, se acercó apresuradamente al reservado. Si bien las luces eran tenues, estaba segura de que todos podían darse cuenta de que estaba desnuda bajo la delgada tela de seda. Pablo la estudió con atención mientras se acercaba.

Había tal arrogancia en su postura que no cabía duda de que era un Romanov de los pies a la cabeza.

Cuando Laura se acomodó a su lado, él le pasó un brazo por los hombros y le deslizó un dedo por la clavícula.

—Pensaba decirte que abrieras el bolso y me mostraras tu ropa interior para estar seguro de que habías seguido mis órdenes, pero me parece que no será necesario.

—¿Se nota? —Miró a los lados, alarmada. —Ahora todos saben que estoy desnuda debajo de la ropa y es culpa tuya. Nunca debí dejar que me convencieras de esto.

Pablo le deslizó la mano bajo el pelo y la tomó por la nuca.
 
—Tal y como yo lo recuerdo, no tenías otra opción. Fue una orden real, ¿recuerdas?

Él había aprovechado todas las oportunidades que se le presentaban para tomarle el pelo desde el domingo, y ella disfrutaba de cada minuto. Le lanzó una mirada reprobatoria.
 
—Yo no obedezco órdenes reales.
 
Él se acercó más y le rozó la oreja con los labios.

—Cariño, con un chasquido de dedos puedo hacer que te encierren en una mazmorra. ¿Segura que no quieres reconsiderar tu postura?

La llegada del camarero la salvó de responder. Había retirado los restos de la ensalada mientras ella estaba en el baño les sirvieron el plato principal. Pablo había pedido salmón ahumado y ella pasta. Los linguini olían a sabrosas hierbas y a los camarones que se escondían entre las verduras. Mientras probaba el delicado manjar, Laura intentó olvidarse de que estaba medio desnuda, pero Pablo no la dejó.

—¿Laura?

—¿Mmm?

—No quiero ponerte nerviosa, pero...

Él levantó la servilleta que cubría el pan caliente y estudió atentamente la cesta y su contenido. Ya que todos los panecillos eran iguales, ella no entendía por qué tardaba tanto tiempo en elegir uno como no fuera para ponerla nerviosa.

—¿Qué? —lo azuzó. —¿Qué decías?

Pablo partió el pan y lo untó lentamente de mantequilla.
 
—Si no me satisfaces por completo esta noche... —la miró, y sus ojos estaban llenos de fingido pesar— me temo que tendré que cederte a mis hombres.

—¡Qué! —Laura casi se levantó de un salto de los cojines.

—Es sólo para inspirarte. —Con una sonrisa diabólica, hundió con firmeza los dientes blancos en el trozo de pan.

¿Quién podía haber imaginado que ese hombre tan complicado sería un amante tan imaginativo? Pensó que ese pícaro juego podían jugarlo los dos y sonrió con dulzura.

—Entiendo, Su Alteza Imperial. Le aseguro que estoy demasiado aterrada por su real presencia para osar decepcionarle.

Pablo arqueó una ceja diabólicamente mientras pinchaba un camarón del plato de Laura y se lo acercaba a los labios de la joven.

—Abre la boquita, cariño.
 
Laura se tomó su tiempo para comer el camarón y, mientras, deslizó los dedos por el interior de la pantorrilla de Pablo, agradeciendo la intimidad y la escasa luz del reservado que los resguardaban de miradas curiosas. Tuvo la satisfacción de sentir cómo a su marido se le tensaban los músculos de la pierna y supo que él no estaba tan relajado como parecía.

—¿Tienes las piernas cruzadas? —preguntó él.

—Sí.

—Sepáralas. —Ella casi soltó un grito ahogado. —Y mantenlas así el resto de la velada.

La comida se volvió insípida de repente y todo en lo que Laura pudo pensar fue en salir del restaurante y meterse en la cama con él. Separó las piernas unos centímetros. Él le tocó la rodilla bajo el mantel, y su voz ya no sonó tan segura como antes.

—Muy bien. Sabes acatar las órdenes. —Introdujo la mano debajo de la falda y la deslizó hacia arriba por el interior del muslo.

Tal audacia la dejó sin aliento y, en ese momento, se sintió como una esclava bajo el yugo del zar. La fantasía la hizo sentirse débil de deseo. Aunque ninguno de los dos mostró señales de apresuramiento, acabaron de comer en un tiempo récord y rehusaron tomar el café y el postre. Pronto estuvieron de regreso en el Overworld.
Pablo no le dirigió la palabra hasta que estuvieron dentro de la caravana, donde lanzó las llaves en el mostrador antes de volverse hacia ella.

—¿Has tenido suficiente diversión por esta noche, cariño?

El roce de la seda en su piel desnuda y su flirteo público habían hecho que Laura abandonara sus inhibiciones, pero aun así se sintió un poco tonta cuando bajó la vista e intentó mostrarse sumisa.

—Lo que Su Alteza Imperial desee.

Él sonrió.

—Entonces desnúdame.

Ella le quitó la chaqueta y la corbata, y le desabotonó la camisa al mismo tiempo que presionaba la boca contra el torso que dejaba al descubierto. El roce sedoso del vello cosquilleó en sus labios poniéndole la piel de gallina. Sintió los dedos torpes al forcejear con la hebilla del cinturón y, cuando por fin consiguió abrirlo, comenzó a bajarle la cremallera.

—Desnúdate tú primero —dijo él, pero antes dame tu cinturón.

A Laura le temblaron las manos cuando se desató el cinturon dorado de la cintura y se la dio. Se quitó los pendientes y se deshizo de las sandalias. Con un grácil movimiento se pasó el top por la cabeza mostrando los pechos. La cinturilla de la falda cedió bajo los dedos y la frágil seda se le deslizó por las caderas. La apartó con el pie y se quedó desnuda ante él.

Ángel Donde viven las historias. Descúbrelo ahora