Capítulo 11

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A Pablo nada le había dado tanta lástima como su pobre esposa cabeza hueca. Le dio la espalda al horno donde estaba cocinando y la observó entrar en la caravana, con la ropa tan sucia que podría haber salido de una pocilga. Briznas de heno y restos de lodo se pegaban a lo que le quedaba de coleta. Tenía los brazos salpicados de y la cara colorada. Pablo sacó del horno la lasaña. No se oía ningún sonido en el baño, ni siquiera el del agua. Con el ceño fruncido, dejó la bandeja en la mesa.

—¿Laura? —Como ella no respondió, él se acercó al baño y llamó a la puerta. —¿Laura? ¿Te pasa algo?

-Nada.

Giró la manija y la vio inmóvil, delante del espejo, con las lágrimas cayéndole en silencio por las mejillas mientras miraba su propio reflejo. Pablo notó un extraño sentimiento de ternura en su interior.

—¿Qué te ocurre, cariño?

Ella no se movió, las lágrimas continuaron deslizándosele por las mejillas.

—No es que nunca haya sido tan guapa como mi madre, pero ahora estoy horrible.

En lugar de irritarlo, ver que ella había perdido cualquier rastro de vanidad le tocó la fibra sensible.

—Yo creo que eres muy hermosa, cara de ángel, incluso cuando estás sucia. Pero te sentirás mejor después de ducharte.

Laura no se movió. Seguía con la mirada clavada en el espejo mientras las lágrimas le caían por la barbilla. Él se agachó a su lado, le levantó un pie y le quitó el zapato y el calcetín. Luego hizo lo mismo con el otro.

—Por favor, vete. —Laura lo dijo con la misma dignidad muda que él había observado en ella durante los últimos diez días mientras se concentraba en completar una tarea tras otra.
 
—Estás ayudándome porque estoy llorando de nuevo, pero sólo lloro porque estoy cansada. Lo siento. No me hagas caso.

—Ni siquiera he notado que estuvieras llorando. —Pablo se arrodilló ante ella y le abrió la cremallera de los jeans y, tras vacilar un momento, se los deslizó por las caderas. Cuando los bajó por las delgadas piernas de la joven, Pablo sintió una punzada de deseo y tuvo que obligarse a apartar la vista del tentador triángulo de las bragas color verde menta que llevaba puestas.

Durante la última semana y media Laura había estado tan cansada que apenas podía mantenerse en pie, pero él sólo había podido pensar en su suave y flexible cuerpo. Había llegado a un punto en el que no podía mirarla sin ponerse duro, y eso le sacaba de sus casillas. Le gustaba tener todos los aspectos de su vida bajo control y ése se le escapaba de las manos. Incluso para una mujer que hubiera crecido en ése tipo de ambiente hubiera sido demasiado duro hacer todo lo que le había ordenado hacer a Laura. Tenía varios dias pensando que seria buena idea suspender el trabajo de Laura,para él su deuda ya estaba saldada así que no tenía por que seguir trabajando. Se había convencido de que sólo era cuestión de días —por no decir horas—que ella tirase la toalla y se fuera. Laura seguía sin darse por vencida. ¿Por qué no se había rendido? Era delicada. Débil. No hacía más que llorar. Y, al mismo tiempo, había tenido el valor de enfrentarlo y defenderse a capa y espada. Laura no era la joven pusilánime que él había supuesto. Que no hubiera resultado ser como él creía lo irritaba casi tanto como el doloroso efecto que tenía sobre su cuerpo, y por ese motivo le habló bruscamente:

—Levanta los brazos.

Laura estaba demasiado cansada después de haberse pasado todo el día trabajando, así que obedeció de manera automática. Pablo le quitó la camiseta por la cabeza, dejando al descubierto el sujetador que hacía juego con las braguitas. La joven estaba tan agotada que no podía evitar que se le cayera la cabeza, pero Pablo seguía sin poder confiar en sí mismo, por lo que se enojó todavía más. Se dio la vuelta, ajustó la temperatura del agua de la ducha y metió a Laura dentro de la cabina con la ropa interior incluida.

Ángel Donde viven las historias. Descúbrelo ahora