Capítulo 33

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Pablo la acarició con la mano, desde el hombro a la cadera, desde las costillas a los muslos, como si estuviera marcando una propiedad. El gesto licuó la sangre de Laura en sus venas, enardeciéndola hasta tal punto que apenas era capaz de mantenerse en pie. Satisfecho, él tomó una bufanda y dejó que el extremo se deslizara lentamente entre sus dedos. Había una amenaza erótica en el gesto y Laura no pudo apartar la vista de la tela. ¿Qué iba a hacer Pablo con ella? Contuvo el aliento cuando él le pasó la bufanda alrededor del cuello dejando que los extremos colgasen sobre sus pechos. Tomando los flecos en las manos, Pablo levantó primero un extremo y luego el otro, deslizándolos de un lado a otro. Los dorados hilos de seda le rozaron los pezones con suavidad. La sensación, cálida y pesada, se extendió por el vientre de Laura. A Pablo se le oscurecieron los ojos hasta adquirir el color esmeralda.

—¿A quién perteneces?

—A ti —susurró ella.

Él asintió con la cabeza.

—¿Ves qué sencillo es?

Terminó de desnudarlo. Entonces, Laura deslizó las palmas de las manos por los muslos de Pablo, sintiendo las duras texturas de la piel y los músculos. Estaba majestuosamente excitado. Ella sintió los pechos pesados y consideró que tenía más que suficiente, pero siguió con la fantasía.

—¿Qué quieres ahora de mí? —preguntó.
 
Él apretó los dientes y emitió un profundo sonido inarticulado mientras la empujaba por los hombros hacia abajo.

—Esto.

A Laura se le paró el corazón. Acató su orden silenciosa y lo amó como quería. El tiempo perdió su significado. A pesar de estar en aquella postura sumisa, nunca se había sentido tan poderosa. Pablo le enredó los dedos en el pelo, mostrándole sin palabras lo que necesitaba. Los ahogados gemidos de placer de Pablo incrementaron la excitación de Laura. La joven sintió la rígida tensión de los músculos bajo las palmas de las manos y la película de sudor que cubría aquella dura piel masculina. En ese momento Pablo la puso bruscamente en pie y la tendió en la cama. Retrocedió un paso para mirarla a los ojos.

—Ábrete para mí y dejaré que me sirvas otra vez.

Oh, Santo Dios. Pablo debió de sentir el estremecimiento que la recorrió porque sus ojos se entornaron con satisfacción. Laura separó las piernas.

—No tan rápido. —Él le atrapó el lóbulo de la oreja entre los dientes y lo mordisqueó con suavidad. —Primero tengo que castigarte.

—¿Castigarme? —Ella se quedó rígida pensando en los látigos guardados bajo la cama, justo debajo de sus caderas.

—Me has excitado, pero no has terminado lo que empezaste.

—Eso fue porque tú...

—Basta. —Pablo se levantó de nuevo y la miró con toda la noble arrogancia heredada de sus antepasados Romanov.

Laura se relajó. Él jamás le haría daño.

—Cuando quiera tu opinión, mujer, te la pediré. Hasta entonces, será mejor que controles la lengua. Mis cosacos llevan demasiado tiempo sin una mujer.

Ella le lanzó una mirada afilada. A Pablo le tembló la comisura de los labios, pero no sonrió. Se limitó a inclinar la cabeza y rozarle con los labios el interior del muslo.

—Sólo hay un castigo adecuado para una esclava que no sabe guardar silencio. Una severa y cruel reprimenda.

El techo dio vueltas mientras él cumplía su amenaza y la llevaba a un reino de ardiente placer, a un éxtasis tan antiguo como el tiempo. El cuerpo de Pablo se volvió resbaladizo por el sudor y tensó los músculos de los hombros bajo las manos de Laura, pero no se detuvo. Sólo al final, cuando ella le rogó que forzara la dulce penetración que necesitaba con tanta desesperación. Pablo la penetró profundamente y toda diversión desapareció de sus ojos.

—Quiero amarte —susurró.

A ella le ardieron los ojos por las lágrimas cuando él dijo las palabras que tanto había deseado oír. Pablo se pegó a su cuerpo, y se dejaron llevar por un ritmo tan eterno como el latido de sus corazones. Se movieron como si fueran uno. Laura sintió cómo su amado la llenaba por completo, llegando al mismo centro de su alma. Se perdieron en un torbellino de pasión; hombre y mujer, cielo y tierra. Todos los elementos de la creación convergiendo en una perfecta combinación.

Cuando todo terminó, Laura experimentó una dicha que nunca había sentido antes y tuvo la certeza de que todo iría bien entre ellos. «Quiero amarte», había dicho él. No había dicho, «quiero hacer el amor contigo», sino «quiero amarte». Y lo había hecho. No podía haberla amado más intensamente aunque hubiera repetido las palabras cien veces. Lo miró por encima de la almohada. Estaba de cara a ella, con los ojos medio cerrados y somnolientos. Extendiendo el brazo, Laura le acarició la mejilla y él volvió la cabeza para besarle la palma de la mano. Ella le recorrió la mandíbula con el pulgar, disfrutando de la suave aspereza de su piel.

—Gracias.

—Soy yo quien debería darte las gracias.

—¿Quiere eso decir que no vas a compartirme con tus cosacos?

—No te compartiría con nadie.

El juego erótico que habían estado jugando la había hecho olvidarse de la promesa que se había hecho interiormente de decirle lo del bebé esa noche.

—Llevas días sin hablar del divorcio.
 
Pablo se puso en guardia de inmediato y rodó sobre la espalda.

—No he pensado en ello.

Laura se sintió desanimada por su retirada, pero ya sabía que iba a ser difícil y continuó presionándolo, aunque con toda la suavidad que pudo.

—Me alegro. No es algo agradable en lo que pensar.

La observó con una mirada preocupada.

—Sé lo que quieres que diga, pero aún no puedo. Dame un poco más de tiempo, ¿vale?

Con un nudo en la garganta, Laura asintió con la cabeza. Parecía tan nervioso como un animal salvaje obligado a vivir bajo el yugo de la civilización.

—Nos lo tomaremos día a día.

Laura comprendió que no debía seguir presionándolo. Pero el hecho de que él no hubiera mencionado que su matrimonio finalizaría en apenas dos meses le daba la suficiente esperanza como para retrasar un poco más la noticia del bebé.

—Eso haremos.

Él se incorporó y se reclinó contra las almohadas apoyadas contra el cabecero.

—Sabes que eres lo mejor que me ha pasado en la vida, ¿verdad?

—Sin lugar a dudas.

Él se rio entre dientes y dio la impresión de que lo abandonaba parte de la tensión. Laura se puso boca abajo, se apoyó en los codos y le acarició el vello del pecho con la yema de los dedos.

—¿Catalina la Grande fue una Romanov?

—Sí.

—He leído que era una mujer muy lujuriosa.

—Tenía un montón de amantes.

—Y mucho poder. —Laura se inclinó hacia delante y le mordisqueó el pectoral. Pablo se estremeció, así que lo mordisqueó otra vez.

—¡Ay! —la tomó por la barbilla. —¿Qué es lo que está tramando exactamente esa retorcida mente tuya?

—Sólo pensaba en todos esos hombres tan fuertes bajo el yugo de Catalina la Grande...

—Aja.

—... obligados a servirla... a someterse a ella.

—Aja.

Ella le acarició con los labios.

—Te toca ser el esclavo, machote.

Por un momento él pareció alarmado, luego soltó un profundo suspiro.

—Creo que he muerto y he ido al cielo.

Ángel Donde viven las historias. Descúbrelo ahora