Capítulo 40

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Laura se apartó, abrumada de repente por las emociones que la atacaban por todos lados. Pero el suelo, que debería ser firme bajo sus pies, pareció ceder... era como estar en un bote en medio del océano, experimentaba la misma sensación de mareo.

–No me encuentro muy bien... el médico me ha dicho que podría tener anemia... –Laura no recordaba lo que ocurrió después, pero tuvo la sensación de que alguien la tomaba en brazos.

Al verla pálida como un cadáver, Pablo se había puesto en acción inmediatamente, sujetándola antes de que cayera al suelo. Apenas había tenido tiempo de asimilar la noticia pero, de repente, se preguntó si estaba lidiando con la situación de manera adecuada. Había sido culpa suya que Laura se marease y, en su condición, era lo último que necesitaba. Pablo la llevó al dormitorio y la dejó suavemente sobre la cama.
 
–¿Estás mejor? –le preguntó al verla parpadear.
 
–¿Me he desmayado? –murmuró Laura, llevándose una mano al cuello de la camisa. Se sentía débil y asustada y, aunque no quisiera reconocerlo, la presencia de Pablo era reconfortante.

–¿Es la primera vez que te pasa?

Ella asintió con la cabeza.

–¿No comes bien? Estás muy delgada.

–Claro que como bien. Y no finjas que te importa, esto es algo que no esperabas y que va a interrumpir tu vida... –los ojos de Laura se llenaron de lágrimas.

–Voy a llamar al médico.

Pablo parecía tan preocupado que Laura hizo un esfuerzo para no llorar más. Pablo Minor podía ser aterrador y enfurecerla como no se había enfurecido nunca con nadie, pero también podía ser considerado y humano. ¿Cómo había olvidado eso?

–No sabía que los médicos siguieran haciendo visitas a domicilio –le dijo, cuando volvió a la habitación–. Pero no es necesario. Mi tía está por llegar y le pediré que me lleve al medico.

–Sí es necesario. Y yo tengo en nómina al mejor médico de Estados Unidos.
 
–¿Te pones enfermo a menudo?–Laura empezaba a tener sueño, algo que le ocurría muy a menudo últimamente.
 
–No, yo nunca me pongo enfermo.

–No voy a irme contigo, Pablo.
 
–Y yo no pienso pelearme contigo por el momento. Tienes que cuidarte y que nos peleemos no ayuda nada.

–No tengo intención de pelearme contigo.

–¿Lo ves? Ya lo estás haciendo.

Unos segundos después, en la habitación entraba un hombre de pelo gris e inteligentes ojos negros.

–Mmmm –siguió, guardando el estetoscopio en el maletín para dirigirse a la puerta, donde Pablo esperaba con gesto impaciente.

–¿Cuál es el diagnostico, Roberto?

El médico miró hacia la cama.

–Necesitas descansar, Laura. Tienes la tensión alta y eso puede dar lugar a todo tipo de problemas. Aunque el latido del niño es fuerte, no me gustan nada esas ojeras que tienes. Estás estresada y seguramente no tomas los nutrientes necesarios. Por supuesto, no hay necesidad de comer para dos como hacían antes, pero necesitas comer bien. Voy a darte una receta de ácido fólico, pero sobre todo debes descansar. Y es una orden.

Sonreía al decir eso, pero Laura no pudo devolverle la sonrisa. ¿Cómo podía haber recorrido una distancia tan grande en tan poco tiempo? De la confusión total al pánico y de ahí a la angustia por la posible pérdida de aquel ser diminuto que crecía dentro de ella.

****

Pablo acompañó a Laura a una casa modesta en una calle de un barrio obrero bastante alejado de la casa de su tía. Había una escultura de escayola de la Virgen María en el diminuto patio delantero, al lado de unos girasoles que rodeaban un parterre de petunias rosadas. Laura había alquilado una habitación en la parte trasera con vistas a la vía del tren. Mientras ella recogía sus escasas pertenencias y le explicaba por teléfono la situación a su tía, él fue a pagar a la casera sólo para descubrir que Laura ya había pagado el alquiler por adelantado. Gracias a la charlatana mujer se enteró de que Laura trabajaba como recepcionista en un salón de belleza durante el día y de camarera en una cafetería del barrio por la noche. No era de extrañar que pareciera tan cansada. No tenía coche y tenía que ir andando o en autobús a todas partes; ahorraba todo lo que ganaba para cuando naciera el bebé. El hecho de que su esposa hubiera vivido en la miseria mientras él tenía dos automóviles de lujo y una casa llena de obras de arte de incalculable valor sólo contribuyó a hacerlo sentir más culpable.

Ángel Donde viven las historias. Descúbrelo ahora