seis meses antes...

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PRÓLOGO


El corcel azabache se desplazó como un fantasma cubierto por el velo de la noche. Recorriendo el desolado paraje, donde enormes robles con ramas que semejaban largos brazos, creaban terroríficos marcos de maleza y misterio. Su jinete, un encapuchado, descabalgó y amarró al imponente semental de guerra al poste. Ante la tímida luz de luna, los ojos del hombre, eran eclipsados por la gruesa capucha de cuero ennegrecido, mientras que la capa cubría la silueta del misterioso hombre. El desconocido entró en la taberna de mala muerte. Sobre la primera mesa había una prostituta que gemía mientras uno de los hombres con capuchas de cuero la penetraba. Los demás hombres celebraban chocando tarros de cerveza, vino e hidromiel.

     El encapuchado llevaba la mano enguantada en el pomo de la espada, la cual solo destellaba poco por debajo de la gruesa capa. Se acercó hacia la mesa donde yacía un hombre que parecía gigante. El hombre era tres cabezas más grandes que el encapuchado.

     Entonces un extraño le cerró el paso. Un hombre delgado con la piel llena de marcas de viruela.

     —Alto ahí extraño. —Dijo el hombre cacarizo, en su rasposa voz.

     —Busco a Alfonz de las Capas de Cuero. —Respondió el desconocido, con una susurrante pero gruesa voz.

     —Ah, sí. ¿Y quién lo busca? —Preguntó nuevamente el hombre marcado.

     —Un negociante.

     —Está bien Alou. —Anuncio el hombretón sentado. —Dejadle pasar, si no me gusta lo que tiene que decir, lo mataré yo mismo. —Repitió Alfonz.

     —Está bien jefe. —Respondió su segundo al mando y se hizo a un lado.

     El encapuchado pasó asentarse en la mesa de Alfonz; El hombre tenía una barba negra cerrada, con ojos azul, y un brillo malicioso en ellos. Aquel bandido, parecía más toro que hombre, más musculo que cabeza Y más bestia que hombre.

     —¿Tú eres Alfonz? —Preguntó el encapuchado.

     —Sí... ¿Y tú quién carajos eres?

     —Alguien que quiere haceros un hombre muy rico. Las Capas de Cuero son una banda de saqueadores muy famosa por su extrema crueldad. —Repitió el encapuchado.

     —Hablando palabras dulces a mi oído no hará que me quite la ropa. —Replicó Alfonz con una siniestra sonrisa en los labios. —Yo sé lo que soy, yo sé lo que las Capas de Cuero son. ¿Pero qué es lo que usted quiere?

     El encapuchado metió lentamente su mano enguantada y dejó sobre la mesa una bolsa de cuero pesada. Después la dejó sobre la mesa. Eran las monedas de oro, tenían labrado la cara de un rey joven por un lado y por el otro lado, la cabeza de un león rugiente.

     —El hijo de los Du Pont ha muerto de una enfermedad y su hermano está peleando en las cruzadas. Quiero que vayas a Normandía y saques todas las aldeas costeras que encuentres, no dejes sobreviviente alguno. —Replicó el encapuchado. Y después dejó tres bolsas más de monedas de oro sobre la mesa.

     Alfonz entonces dio un puñetazo en la mesa. Una mujer salió por debajo de la mesa limpiándose los labios. Sin duda debía ser una prostituta por su escaso atuendo y su cara llena de moretones.

     —¡Revísala! —Le ordenó Alfonz, dándole una de las monedas de oro a la mujer, quien inmediatamente pasó a morderla con sus dientes.

     —Es real. —Respondió la mujer con una voz apenas audible. El hombre esbozó una sonrisa sombría.

     —Considéralo hecho. —Respondió Alfonz. 

La Doncella de Hierro IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora