Capítulo 8: Las Catafractas y Edric

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"Este es un mundo grande, no hay nadie que lo pueda negar, con tanta gente y muy diversa. En un mundo lleno de estúpidos, de asesinos y demás escoria, era quien presumía ser la menor escoria, quien usualmente terminaba siendo la escoria más grande. Y en este caso, no había una escoria más grande, que Bizancio."

       Casio, ese era el nombre de aquel guerrero. A pesar de que el Crac se mantenía principalmente de los recursos que le proporcionaban las provincias cristianas. Dependía de las caravanas bizantinas para transportar sus bienes fuera del desierto, hacia la península de Anatolia y de ahí hacia Europa. Los impuestos más grandes eran aquellos de la seguridad que proporcionaba la pesada caballería bizantina. Casio, según el hermano Tancredo, había sido uno de los hombres que había mantenido a raya a las incursiones turcas dentro del imperio, pero desde que Guy de Lusignan y Reynaldo de Chatillon habían iniciado la guerra con los sarracenos. Los turcos habían salido por debajo de la arena como serpientes y habían rapiñado la cuidad de Alessia.

        De haber sido el hombre de armas más poderoso en el imperio, a un guardia de seguridad vanagloriado. Casio era un hombre que amaba la crueldad. Se decía que a los ladrones que atrapaba les vertía plomo fundido en los ojos y en la boca. Y que marcaba a sus prisioneros como su fueran sus esclavos solo para hacerlos desfilar desnudos por el ardiente desierto sirio. Tenía que ser cierto. Aquellos moribundos que eran arrastrados por los carretones en la arena, tenían que ser de él.

       Las armaduras de los bizantinos, eran muy diferentes a las de la hermandad. Eran largos jubones recubiertos con escamas de metal pulido que brillaban ante el sol y debajo de ellas camisolas rojas y faldas cortas con pantalones de cabalgar. El Gran Maestre Robert de Sable fue el primero en acudir a su encuentro. Aunque el Gran Maestre era un hombre alto, Casio era mucho más alto, casi tan alto como los cruzados germanos.

       —¡Oh, Casio! Habéis venido justo a tiempo, ya comenzábamos a sospechar que te habrían acabado en el camino. —Dijo entre risas el gran maestre, Casio sonrió y dejó escapar una gruesa risa, que imponía tanto respeto como miedo en los hombres. Ambos líderes compartieron un abrazo. Casio comenzó a hablar, su francés era golpeado, pero no incorrecto.

       —Esos perros turcos han movilizado sus jaurías y sus camadas sobre las nuevas ciudades ocupadas. —Dijo el líder de las catafractas. –Jussef Omut, tiene pensado ocupar las viejas ciudades.

       —¿El sultán Omut? —Preguntó El gran maestre extrañado con las declaraciones de su invitado-. —Los turcos son muchas cosas, pero no hombres listos y definitivamente no son sedentarios. ¿Cómo se les hubiese ocurrido ocupar las antiguas ciudades?

       —Hay un hombre que susurra e instruye por la espalda de Omut, un sarraceno llamado Al Mutah Alim.

       —¿El Halcón? No he sabido nada de él desde perdí a mis espías en Jerusalén. —Respondió el Gran Maestre.

       —¿Por qué Omut buscaría una alianza con Saladino? El hombre ya tiene control de Jerusalén. ¿Qué ganaría con abrir un segundo frente? —Dijo nuevamente el Gran Maestre.

       —Porque busca cerrar todos los accesos de los cristianos a La Tierra Santa. —Irrumpió Edric en la conversación.. El muchacho había estado en la muralla, limpiando la arenisca acumulada en los corredores a lo largo del muro. Mientras el maestre y Casio hablaban a un lado suyo.

       —¿Quién es este bellaco? —Preguntó Casio, molesto por la interrupción del joven Edric.

       —Él es Edric Bardo uno de los nuevos reclutas a la orden. —Respondió el Gran Maestre.

      —Es muy hablador. —Dijo Casio. —No me gustan los habladores.

       —¿Qué has dicho sobre cerrar las puertas? —Preguntó el Gran Maestre sin prestar atención al comentario de Casio.

       —Bueno, cuando me quitaron Karnak, la intención era alimentar el ejercito de Saladino que se mantiene en Jerusalén. Sin embargo, no se necesitan 25,000 hombres para custodiar una ciudad. La mejor forma de asegurar tierra Santa, es asegurar que los cristianos no tengan forma de entrar.

       —Por Constantinopla... —Respondió El Gran Maestre, los ojos del hombre se abrieron como platos y una chispa blanca de realización, iluminó sus pupilas grises. Al instante se dio cuenta del plan de Al Mutah Alim.

       —Ciertamente le daría una razón a los turcos para continuar las hostilidades contra Bizancio. —Respondió Casio.

       El Gran Maestre comenzó a reír feliz.

       —Mírate, quién lo diría, en esa cabeza tuya, hay un cerebro de verdad, Bardo. —Respondió El Gran Maestre.

       —¿Cuánto crees que tarden tus reyes católicos en armar y traer segundo ejercito? —preguntó Casio. — Sin Alessia, Constantinopla quedará sitiada.

       —No lo sé. Ya no tengo espías o agentes más allá de estos muros. Enviaré hermanos hacia Europa, pero necesitamos un puerto, la forma más rápida de enviar noticias a Europa es por mar. El bastión de La Orden de San Juan en Malta puede ayudarnos a difundir noticias. Pero prácticamente estamos aquí rodeados sin apoyo del exterior. ¿Constantinopla no, nos podría enviar apoyo?

       —El emperador Basilio no, ese hombre no tiene agallas. Le da miedo hasta su propia sombra. —Respondió Casio.

       —Acre. Podríamos movilizar un contingente de hermanos de la orden para asegurarla. —Respondió el Gran Maestre. Y tiene un puerto por donde pueden llegar más cristianos. Solo que no tenemos suficientes hombres para una labor así.

       —Los bizantinos hemos creado legiones sin un solo hombre de Bizancio. Usaremos mercenarios. —Respondió Casio. —Los Hasshasin, Los Dragones, Varegos del caspio, todo aquel que aun tenga sed de sangre en Tierra Santa, vendrá corriendo para ayudarnos.

La Doncella de Hierro IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora