Capítulo 11: Los Mercenarios y Edric

302 38 6
                                    





La primera vez que llegué a París jamás pensé en la cantidad de humores que se juntaban en aquellas callejuelas. El olor a muerte, excremento de tanto hombres como animales era nauseabundo. Olores a podredumbre, a guerra, sexo y odio eran horribles, casi me hacía extrañar los hedores de la granja. Por suerte no estuve ahí por mucho tiempo. Pero cuando llegue a Karnak todo era diferente. Mientras los cristianos solo acudían a zambullirse en el río en ocasiones especiales.

       Los sarracenos se bañaban frecuentemente y si no había agua se restregaban arena del desierto sobre su piel. Sus casas olían a aceites de mandarina y flores. Su dieta mucho más simple que la de los cristianos evitaba la concentración de malos humores. Y las calles estaban libres de ratas y perros callejeros.

       En la iglesia nos enseñaron a temer y odiar a los infieles y herejes de Alá. ¿Pero cómo podría odiar a un hombre que no dormía en la mugre?

       Casio guiaba la expedición. Su caballo estaría al borde del colapso después de tener que cargar no solo con el hombre cubierto por su armadura sino también por la pesada armadura del caballo. Los bizantinos eran según ellos herederos del imperio romano.

       Edric recordó que el erudito en la aldea, les contaba a los niños la historia de Julio Cesar, el más grande estratega que el mundo hubiese visto. Y su guerra contra Vercigentorix el rey de los galos.

        Pero Casio no era ningún Julio Cesar. Era un hombre enfermo, Edric lo podía ver en sus ojos, la misma locura y adicción a la sangre que DeBois tenía. Tal vez era por eso que DeBois gruñía entre dientes, cada vez que capitán de las catafractas pasaba a su lado. "Dos perros peleando por la misma presa." Tras las catafractas estaba el ejercito de la orden Templaría y algunos caballeros hospitalarios que habían logrado huir de Jerusalén.

       El Gran Maestre había enviado a Tancredo de Aviñón, como el capitán de las fuerzas del Crac. 2000 templarios. Debía de ser el ejército más grande de templarios desde la muerte de Reinaldo Chatillon.

       —¿A dónde crees que vamos? —Le preguntó Nikolo a Edric, él ni se había dado cuenta que el joven bizantino había estado cabalgando a su lado, por todo este tiempo.

       —Perdón, pero ¿Acaso te he dado la impresión de que somos amigos? —Le preguntó Edric de forma cortante e incisiva.

       —Nunca antes alguien me había hecho caer así, no jugaste limpió ahí en el entrenamiento. —Chilló el muchacho.

       —Deja de berrear como un niño. —Dijo DeBois, quien cabalgaba al lado de derecho de Edric. —Perdiste porque Edric peleó mejor que tú.

       —¡Pero hizo trampa! Si hubiera sido un duelo justo yo hubiera ganado.

       —¿Y qué?, vas a esperar que tu enemigo juegue justo contigo. No sé en qué castillo te hayas entrenado o a que puto caballero se la hayas chupado, pero en medio de la batalla nadie pelea justo. Solo quieres matar o morir. —Respondió De Bois. —Edric sabe eso mejor que tú por eso es que...

       —Silencio. —Respondió Edric. —No estamos solos.

       —Las dunas de la arena parecían moverse como si una serpiente reptara por debajo de las dunas. Luego la arena salió volando, salpicando y encabritando a los caballos. Los hermanos del temple desenvainaron espadas y entiesaron sus arcos. Listos para cualquier cosa mientras que Casio y los bizantinos parecían indiferentes.

La Doncella de Hierro IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora