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Faye

Cristina no tenía ni la más mínima idea de a dónde la estábamos llevando. Ya había reservado los asientos del avión, así que lo único que restaba hacer era ir al aeropuerto y abordar el vuelo indicado sin darle ni una sola explicación a mi hermana. Por el tiempo que duró el viaje, no se molestó en preguntar absolutamente nada: se mantuvo callada en su asiento específicamente asignado (delante de nosotros) para así vigilar que no estuviera intentando comunicarse con el príncipe a costas nuestras. La parte complicada se presentó cuando Cristina se percató de que el trayecto había resultado ser bastante más corto que el convenido en dirección a los Estados Unidos, y que el aeropuerto, efectivamente, no era ninguno de los que había en Estados Unidos.

Nos encontrábamos en el Aeropuerto de Roma-Fiumicino. El más grande y más importante de Italia.

Y el más cercano a la ciudad del Vaticano.

Ya habíamos arreglado con papá todos los trámites necesarios para alojar a Cristina secretamente en la Santa Sede, es decir, sin la necesidad de que todo nuestro mundo se enterase de que la Princesa Angelical había roto la máxima regla de las especies y debía ser clausurada por tiempo indefinido hasta que se absolviesen sus pecados. Papá no estaba muy seguro acerca de los castigos, y al mismo tiempo, no podía fallar en su deber como soberano: así que hizo un par de llamadas a los jefes angelicales del edificio para explicarles la situación y para que esperaran muy prontamente la llegada de su hija menor. Además, solicitó la mayor de las discreciones y que los castigos físicos se guardasen para las ocasiones de extrema necesidad. Cristina nada más se encargaría de recibir las órdenes de los superiores de la iglesia y de realizar las labores que ellos le encomendaran.

A mí particularmente no me pareció correcta la decisión de mi padre. No, no es que sea una mala hermana y no, tampoco me gusta ver a mi hermanita sufrir. Solamente creo que si Cristina se encuentra tranquila y en paz en su clausura en el subsuelo más profundo del Vaticano, totalmente desconocido para los humanos y la sede central secreta de los ángeles en la Tierra, se lo tomaría como unas vacaciones sin plazo determinado, y apenas quede fuera volverá corriendo sin dudarlo a los brazos de ese inmundo de Damián Vulture.

Y yo no puedo dejar que eso suceda.

Así que yo misma me encargué de llamarlos de vuelta, y sí, debí mentir, pero Dios sabe que es por una buena causa: le habilité los castigos a Cristina, para estar todos seguros que habrá aprendido la lección después de su estadía en la Basílica. Ellos mismos me confirmaron que se encargarán de ello apenas la visitante arribe, a pedido de la Corona.

Ni papá ni mamá tienen idea de esta llamada que hice.

Salimos al exterior y nos adelantamos hacia la hilera de taxis que esperan pasajeros. Simon, con dificultad, carga nuestra maleta y las bolsas de Cristina. Tiene una cara que o bien denota enfado, o cansancio, o preocupación. Cada vez que mira a Cristina, arquea las cejas y no puede evitar bajar la cabeza hacia el suelo con vergüenza. Seguro le hubiera encantado decirle a la niña todo lo que le esperaba desde que la sacamos de la casa de la bruja Viola. Él es el único que sabe, junto conmigo, que a la pobre la harán trizas.

-¿Qué...? –Cristina mira a su alrededor. Alza el mentón y con los ojos entrecerrados para que no la ciegue el sol observa las letras grandes arriba de la puerta, con el nombre del aeropuerto en cuestión-. ¿El "Leonardo Da Vinci"? Estoy... ¿Estoy en...?

No le presto atención. Con cara de pocos amigos me bajo los lentes de sol y busco por todos los rincones un auto blanco último modelo, aquel que nos llevará a la mismísima ciudad de todos los católicos del mundo.

Luz y Oscuridad [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora