Capítulo 2.- Desembarco del rey

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Orianna y Rhaegar repitieron al mismo tiempo sus juramentos:

—Padre, Herrero, Guerrero, Madre, Doncella, Viejo, Desconocido. Soy suyo y ella es mía desde hoy y hasta el día que muera.

Orianna estaba de pie delante del príncipe, su ahora esposo, todos la miraban, observando hasta el más mínimo de sus movimientos, ella temblaba, se había olvidado de como respirar y su corazón la traicionaba.

Rhaegar tomó la capa que el paje le ofrecía y la cubrió con ella, la capa negra con dragones bordados en rubíes, que resaltaban del delicado vestido verde con rosas doradas que ella portaba, la capa Targaryen de la casa a la que ahora pertenecía, la capa real que la convertía en princesa.

Su esposo le sonrió, cómplice, quizá en un intento por calmarla, aunque ello no ayudó.

—Podéis besar a vuestra esposa majestad —dijo el septon supremo.

Rhaegar de acercó a ella y depositó un dulce y corto beso en sus labios ante el cual los presentes vitorearon. La ceremonia había culminado, a partir de ese momento el príncipe tenía una esposa y el reino una princesa.

Su boda se celebró en el gran septo de Baelor, delante del septon supremo, la reina Rhaella y 700 invitados, a Orianna le hubiera encantado que se mantuviera la costumbre de los reinos, que estipulaba que las nupcias debían celebrarse en el hogar de la novia, soñaba con casarse en el septo de Altojardín y pronunciar sus votos delante del septon Semar, pero comprendía que eso era imposible, después de todo no se había desposado con cualquier gran señor, sino con el príncipe, el heredero del reino, su hogar ya no era el dominio, a partir de ese día su lugar sería en desembarco del rey, al lado de su esposo.

La ceremonia en el septo fue al estilo Targaryen, fría, silenciosa y solemne, propia de la antigua Valyria y digna de la sangre del dragón, pero la fiesta era Tyrell, con abundante comida y ríos de vino del rejo, con trovadores, violinistas y bardos al por mayor, pero no solo la fortaleza roja festejaba, todo desembarco del rey lo hacía, su madre había mandado cientos de carromatos con rebosante comida y vino, el más barato, pero vino al fin y al cabo, y cerca de cada carromato había un trovador, que entre canción y canción de amor proclamaba el nombre de la recién casada pareja.

—Podrán no conocer tu rostro o tu carácter, pero después de este día no habrá un alma en la ciudad que no te adore —Su madre le dijo —Ese es mi regalo de bodas amor, el cariño de tu pueblo, pero ahora te corresponderá a ti mantenerlo.

Orianna sabía que era capaz de hacerlo, tenía que lograrlo, pues ahora esa gente que cantaba y reía más allá de las murallas de la fortaleza roja era su gente, era su pueblo, que confiaban ciegamente en ella y en su esposo, y no los defraudaría.

Rhaegar estaba sentado a su izquierda, vestía de negro y rojo, los colores de su casa, era el hombre más apuesto que había visto, con sus cabellos plateados y rostro duro, él pasó todo el festín a su lado, dedicándole pequeños comentarios que le inundaban el corazón con alegría, pero el resto del tiempo estaba serio o mejor dicho calmado, tranquilo, en paz o quizás un tanto melancólico, no estaba segura, pues sentía que aún no lo conocía del todo bien, a pesar que desde el día de su llegada a la capital, no había pasado un solo día en el cual no pasearán juntos, por las calles de la ciudad, por los jardines del castillo o en el Aguasnegras, y ella no había tardado en descubrir que su futuro esposo era encantador, dulce y gallardo, era perfecto y estaba ahí a su lado, o por lo menos su cuerpo lo estaba porque sus ojos índigos estaban ausentes, parecían recordar a alguien más.

La princesa suspiró, llamando por accidente la atención de su esposo, él le sonrió y eso fue suficiente para disipar sus dudas.

—Lucís sumamente hermosa esta noche mi señora.

—Os lo agradezco mi señor.

Rhaegar tomó su mano y la besó.

—Veo que os gustó mi regalo —dijo su esposo, aún sosteniendo su mano.

Unas semanas antes de partir hacia la fortaleza roja, a Altojardín llegó un jinete con un obsequio de parte de su prometido, era un anillo de oro con la forma de una rosa, y pequeños rubíes en los pétalos, era la rosa dorada de los Tyrell y el rojo de los Targaryen, la joya por si misma era hermosa, sus hermanas se lo habían gritado cientos de veces, pero a Orianna lo que la cautivó fue el grabado, eran las letras R y O, pues más allá de sus casas y puestos, en su matrimonio, lo importante eran ellos dos.

—Me encanta, debo reconocer mi señor, que tenéis un exquisito gusto en joyería.

Su esposo le dedicó otra sonrisa.

—Os suplico mi señora que me habléis por mi nombre, pues ahora que estamos casados odiaría escuchar de vuestros labios tan frío trato, —Orianna asintió y el príncipe continuó —Y en cuanto al anillo, me temo que debo admitir que mi madre me ha ayudado a elegirlo, pues mis conocimientos en joyas son, cuando mucho, limitados, pero no os preocupéis mi señora...

—Orianna, yo también os suplico que dejéis de lado los formalismos conmigo.

—No me mal interpretéis Orianna, vuestro nombre es hermoso, pero preferiría llamarle de otra manera.

—¿Qué tenéis en mente?

—¿Os molestaría sí os llamo querida?

—No si me permitís llamarle de la misma manera.  

Rhaegar sonrió y dio un sorbo al vino que recién les habían servido, un festín paseaba delante de ellos, cerdo, res, conejo y pescado; estofado, sopa y caldo, cientos de platillos eran servidos a los invitados, a Orianna le hubiera encantado probarlos, pero la verdad era que los nervios habían destrozado el estómago, y el probar un bocado le hubiera supuesto un suplicio.

—En ese caso, querida, os repito lo que quería decir, incluso si vuestro anillo no os agrada demasiado, hay una docena de joyas que ahora os pertenecen.

—Disculpad, pero no os comprendo.

—Son reliquias Targaryen, han pasado de generación en generación durante los últimos 300 años, y ahora como mi esposa —Rhaegar le acarició la mano —y princesa de Rocadragón os pertenecen, créeme querida, hay tantas que podrías usar una tiara y un collar diferente cada día, y os durarían más de tres lunas.

—Si a vos os complace verme usando las joyas de vuestra familia, lo haré, pero para ser honesta, preferiría no hacerlo.

—Puedo preguntar el por qué.

—No dudo que vuestras joyas sean hermosas, pero la verdad es que jamás me he sentido cómoda usándolas, supongo que soy una mujer sencilla.

—Una rosa es tan hermosa que no necesita más joyas, —su esposo declaró —y ahora que conozco esta nueva información, me alegro de tener otro regalo preparado para usted.

Rhaegar sacó su arpa, se sentó en el centro de la fiesta y comenzó a tocar, le dedicó a su esposa el romance a la doncella y todas las voces callaron a su alrededor.

Ella lo miró, el apuesto hombre que le cantaba ya era su esposo, a partir de ese momento él era suyo y ella era de él, estarían juntos hasta que la muerte los separe, sonrió, en ese momento Orianna podría haber jurado que no había doncella más feliz en los siete reinos, ni siquiera en las ciudades libres o la tribu del gran Khal.

Rosa de FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora