CAPÍTULO 26. ESTRAGOS.

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Dos semanas más tarde, lo único que podía desear esa pareja era poder decir que las cosas se habían serenado, pero ni eso les era posible.

Lucius Malfoy había regresado a la mansión, demacrado y con grandes ojeras. No había desvelado nada sobre su estancia en Azkaban en ningún momento, tal vez sí a Narcissa, pero si así era nadie más era conocedor de ello.

Los meses recluidos en aquella prisión le habían pasado factura. Dayana recordaba la última vez que lo había visto, cuando le anunció que tendría su iniciación en verano, y era incapaz de creer que ese Lucius y el actual fueran la misma persona.

Siempre lo había tenido como un hombre recto, de rostro afilado, orgulloso, suspicaz y con una imagen cuidada hasta el extremo. Ahora, aunque había recuperado su elegante ropa, no había recobrado su imponente personalidad. Mostraba una barba descuidada y un rostro deteriorado por la edad; día tras día tenía más bolsas bajo los párpados; y su pelo, antes rubio y perfectamente liso, ahora había pasado a un color más blanquecino y lo lucía esparcido siempre por la cara. Parecía atemorizado constantemente.

Un mes después del asesinato de Dumbledore, en pleno verano, las cosas no iban sino de mal en peor para los Malfoy. Voldemort había decidido establecer su cuartel general en la mansión, por lo que pasaba en ella la mayor parte del tiempo para el tormento de la familia, y el resto de mortífagos solían acudir cada poco tiempo para las reuniones.

En sus tiempos libres, Voldemort se dedicaba a torturar a Lucius y a humillar todavía más su apellido. El rencor que le guardaba por haber perdido la profecía no se había disipado ni tras su encarcelamiento ni tras la misión de su hijo.

Draco y Dayana, por suerte, podían mantenerse un poco más ajenos a eso, al menos por el momento. Su martirio era que cada día los Carrow pasaban la mañana "practicando hechizos" con ellos; lo que significaba tener a los hermanos lanzándoles hechizos mientras ellos trataban de esquivarlos o protegerse. Supuestamente podían devolvérselos, pero las veces que lo habían hecho el "entrenamiento" se había vuelto mucho más agresivo.

Conocían a la perfección las tres maldiciones imperdonables, aunque solo habían lanzado dos y padecido una, la maldición Cruciatus, el castigo favorito de Voldemort y sus esbirros.

Fueron unos ingenuos al pensar que después de Hogwarts las cosas irían mejor. El único momento en el que podían flaquear era por la noche, cuando regresaban al dormitorio y podían gozar de la soledad. Sin embargo, desde que Voldemort estaba tan presente en su vidas, habían empezado a vivir siempre alerta.

- Juro que algún día la mataré. – masculló Dayana con rabia. Se había pasado media vida odiando a Alecto Carrow y otra media olvidándose de ella. Ahora había regresado al odio.

Draco no respondió nada, ni si quiera dejó de acariciar lentamente el brazo de la chica, quien acostada al lado de su hombro trataba de conciliar el sueño. No le extrañaban esos comentarios en Dayana, últimamente había notado que estaba más irritable que de costumbre, lo cual tampoco veía excesivamente raro con todo lo que estaban pasando.

Sin embargo, Draco pensó que tan solo eran comentarios. Ni si quiera se planteó que su ira pudiera explotar, y justamente lo hizo a la mañana siguiente.

En los jardines volaban los hechizos unidireccionalmente, pero uno impactó a traición contra el rubio haciéndole volar varios metros hasta chocar contra el suelo con brusquedad.

Los Carrow se detuvieron y se carcajearon mientras Dayana aprovechaba para arrodillarse al lado del chico, quien se agarraba las costillas dolorosamente. Los dos habían ido contra Draco al mismo tiempo con la intención de golpearle. No querían enseñarles, sino desahogarse y hacerles daño.

Destinada | Draco MalfoyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora