No quiero que lo sepan

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Destrozada por los estragos de la guerra, la casa a donde nos condujo la chica apenas se mantenía en pie. Estaba destruida, el techo tenía agujeros enormes y apenas si tenía lo indispensable para vivir, pero era un lugar seguro para que Hyakkimaru pudiera descansar. Mientras él se recuperaba sobre una fina cama de paja, los demás nos quedamos a su alrededor. Mientras yo comprobaba sus heridas, Dororo le cambiaba constantemente las compresas para aliviar su fiebre. Junto a nosotros, el anciano solo nos escuchaba desde una pared recostado.

-Nunca lo había visto tan débil antes. –la voz del niño se oyó con dolor.

-Debe ser por sus heridas. –le dijo el anciano. –Pero también ha recuperado muchas cosas de los demonios. Tal vez está teniendo problemas para adaptarse.

-Ha pasado toda su vida sin experimentar todo lo que ha ganado. No es fácil acostumbrarse en unos pocos días.

-Aquí hay algunos trapos viejos, pero están limpios. –ella me los dio con una triste sonrisa. 

-Gracias… -susurré con timidez.

-Mio, ¿es así? –habló el hombre. –Perdónanos por causarte tantos problemas.

-De ningún modo. Por favor, quédense hasta que él esté mejor.

-¿Podemos? –preguntó Dororo entusiasmado.

-Por supuesto. Hay mucha gente aquí como tu hermano mayor. Todos estamos acostumbrados a ello. –al escuchar sus palabras me quedé en blanco, gente… ¿como él? –No sean tímidos, saluden, niños.

De detrás de las casi caídas puertas de la entrada de la casa, cinco cabecitas se hicieron visibles con una gran curiosidad en sus miradas. De a poco, entraron dos chicos, uno tenía atado a su pierna derecha una rama gruesa que le servía de apoyo por lo que le faltaba de esa extremidad. El otro padecía aún más pérdidas, pues se apoyaba de una rama atada al muñón de su brazo izquierdo para compensar la falta de su pierna, y tampoco contaba con su mano derecha. Luego de ellos, entraron dos pequeñines de muy corta edad, y tres más unos escasos años mayores que estos, en total eran siete. Mi mirada se sobresaltó, quería llorar, pero que insulto sería para esos pequeños luego de verlos sonreír así al entrar.

-Hubo una guerra terrible. –comentó Mio. –Perdimos nuestras casas y todo lo que teníamos. Así que todo vivimos juntos aquí.

-Entonces, ¿ninguno de ellos tiene padres? –preguntó Dororo viendo como la niña más pequeña corría a abrazar a la chica.

-Así es, pero todos son niños maravillosos. Lo hacemos de alguna manera, aunque todos somos jóvenes.

Apreté mi puño contra mi pecho, era insultante haberme sentido mal por la presencia de Mio. Ella era amable, cariñosa y entregada, ¿qué más necesitaba? Era perfecta.

-Mio-nee, ¿sigues despierta? –dijo un chico sosteniendo una escoba en el único brazo que tenía. –Vamos, salgan chicos.

Los niños se fueron otra vez, menos el de la escoba. Parecía ser el responsable de todos ante las faltas de la chica.

-Mio-nee, será mejor que duermas mientras puedas, o tu cuerpo no aguantará. Cuidaremos al joven herido, así que ve a dormir.

-Sí, sí. –ella se puso de pie.  –Si necesitan algo, pregúntale a Takebo.

-Date prisa. –el niño hizo un ademán con la escoba. –Hice el desayuno, así que cómelo antes de dormir.

-Sí, sí. –ella sonrió y se fue.

Bajé mi mirada por un segundo. ¿cómo pudo mantenerse tan inocente y pura en medio de una guerra? Recordé las veces que lastimé e insulté a mis clientes por querer sobrepasarse conmigo durante las sesiones de masajes. Me rebajé a hacer trabajos pesados y a veces extraños, con tal de comer. La vida no es fácil en medio de una guerra para una chica joven. Lo único que nunca puse en riesgo fue mi condición de mujer, y a veces pensaba declinar. Bajo tanta presión, incluso manteniendo a ocho niños, Mio parecía la persona más capaz de todo con tan solo esa sonrisa y esa voz tan tranquilizadora.

-Hay algo para ustedes también. –Takebo me sacó de mis pensamientos dando golpes en el suelo con la escoba.

La más pequeña traía en sus manos un desgastado cuenco con comida en una bandeja.

-Avena de papa. Vamos, coman. –la niña le dio la bandeja a Dororo, el cual la tomó.

-Gracias.

-Coman ustedes, yo n tengo hambre. –dije sin mirar otra cosa que no fuera el suelo y las compresas que atendía.

-Sasayaki-neechan, ¿qué pasa? No hemos comido desde ayer. –era normal que, tras ese cambio en mí, mi amigo estuviera preocupado.

-Tranquilo, Dororo. Puede que coma algo dentro de un rato, todo está bien, ¿sí? –mi sonrisa era tan falsa.

Sentía un nudo en el estómago, por lo que sabía que no asimilaría ningún alimento. Dororo salió del lugar tras comer diciendo que intentaría ayudar en algo a los otros niños. Yo me quedé en compañía del Sacerdote y Hyakkimaru. Un suspiro salió de mi boca en desahogo.

-Te sientes contrariada.

-¿Qué? Yo solo…

-Está bien. Tienes derecho a sentirte de ese modo. Hyakkimaru y tú han estado viajando juntos y han pasado por mucho, tu corazón está latiendo en otro sentido con respecto a él.

-No, no puedo aceptarlo. Sacerdote, por mucho que yo lo quiera, no puedo obligarlo a corresponderme… ¡Jo, cielos, si ni siquiera lo debe saber! –dije con lágrimas comenzando a brotar.

-Hyakkimaru sabe mucho más de ti de lo que puedas pensar. Tanto o más de lo que sé yo. Tu alma en este momento está casi apagada, apenas puedo verla. Pero él sabe que si resulta herido, tú estarás a su lado para curarlo, y que lo seguirás a dónde vaya.

-Yo… -pensé en eso y me calmó un poco lo afligida que me sentía. –No quisiera que nadie se enterara de esto, Sacerdote. Ni siquiera él. –miré al dormido muchacho.

-Está bien, señorita Sasayaki, pero no debes renunciar a los sentimientos que expresa tu corazón.

-Lo intentaré.

-Muy bien, entonces me iré.

-Tenga cuidado.

Él salió caminando mientras yo me daba un par de ligeras cachetadas para sacar las malas ideas de mi cabeza. Tomé como principal objetivo que Hyakkimaru se recuperara, así que decidí enfocar mi mente solo en eso, al menos por ahora…

No estás solo, Hyakkimaru.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora