MEDIANOCHE

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Abrió la puerta tratando de no hacer ruido, se había tenido que quedar hasta el cierre del restaurante haciendo caja y despachando a los garzones y cocineros; siendo la persona de más confianza, la cual se había ganado con mucho trabajo duro, sentía que debía estar a la altura de las expectativas, aunque el caminar en solitario en las frías noches hasta la estación, subir al tren y luego caminar las siete calles hasta su edificio no era su panorama favorito, menos en una ciudad como Nueva York, que no era precisamente pacífica por las noches. Sin embargo, llegar a ese sobrio y cálido departamento y sentir el suave perfume de su pareja llenando el ambiente valía por mucho la pena cualquier sacrificio.

Después de quitarse la chaqueta y colgarla en el perchero, y cambiarse las botas por las pantuflas que su pareja, como siempre en las noches frías, dejaba cerca del radiador de la calefacción, se adentró hasta la cocina; aunque habían sido incontables las veces en que le había dicho que no se preocupara por dejarle comida, pues dejaba cenado en el restaurante, sabía que en el termo sobre la mesa había una taza de leche caliente esperándole, y sobre el plato cubierto al lado de éste habría algún bollo o un pastelillo de tentempié, previstos para que no asaltara la heladera y comiera quizás qué cosa y no anduviera después quejándose por su gastritis.

Se comió el bollo de jamón y queso en unos cuantos mordiscos y se bebió la leche directamente del termo, y luego de pasar al baño, se dirigió a su dormitorio. Antes de abrir la puerta sabía con lo que se encontraría, y no se equivocó. Su pareja dormía en su lado de la cama, con un libro en la mano y los lentes aún puestos, por lo que se acercó cautelosamente y le quitó ambas cosas tratando de no despertarle y las dejó sobre su mesita de noche, luego volvió al lado por el cual siempre dormía y, quitándose la ropa y lanzándola sobre la silla que tenía en frente, se metió en la cama acomodándose con cuidado.

De todos modos, apenas estaba terminando de acomodarse cuando su pareja se removió, y girándose para quedar frente a frente, le dijo con voz somnolienta "llegas tarde Yunlan, y vienes frío", lo cual le sacó una sonrisa, por lo que se acomodó rápidamente, al tiempo que su pareja abría sus brazos y lo acunaba en su pecho para darle calor. "Mi jefe otra vez tuvo problemas con su hija, tuve que quedarme", se disculpó; "está bien, pero vienes muy frío", se quejó por última vez esa persona que movía su vida, y rápidamente se quedaron dormidos.


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Sin embargo, las noches en Nueva York nunca han sido tranquilas, y eso el detective de homicidios Masamune Takano lo sabía muy bien, y lo odiaba. Se suponía que estaba por terminar su turno, pero allí se encontraba, manejando su automóvil hacia el sitio del suceso. Al llegar, se encontró con sus colegas y una patrulla de tránsito cortando el paso, estacionó a un costado, se bajó y caminó en dirección al lugar, al llegar le mostró su placa al policía que custodiaba la cinta amarilla para que le dejara pasar, siguió caminando mientras se enfurruñaba de frío en su abrigo y más allá se encontró con los forenses que alistaban sus cosas para levantar las evidencias que pudiese haber y luego llevarse el cuerpo.

En su fuero interno esperaba que no fuera algo demasiado horrible, no quería agregar otra imagen grotesca a su larga colección de recuerdos horrorosos que conformaban sus pesadillas diarias, aunque una escena de homicidio siempre sería algo horrible de ver, y que más encima su mente se empeñaría en recordar. El olor de la sangre aún persistía en el frío ambiente, Takano redujo sus pasos y encendió la linterna que llevaba en sus manos y la apuntó al suelo para no dañar alguna posible pista que pudiese haber en su camino, y no se equivocó.

Justo frente a su pie había una mancha de sangre junto con una billetera de cuero dorado, algo bastante llamativo y presuntuoso; sacó unos guantes de látex del bolsillo de su abrigo, se los puso y se agachó a revisarla, tratando de no moverla de donde estaba tirada antes de que los peritos hiciesen el levantamiento. Le costaba leer de noche y sus lentes no ayudaban mucho cuando se empañaban, pero antes de que lo hicieran pudo ver el nombre de la tarjeta de identificación, "Shen... Wei... Yu" musitó en voz baja, a lo que el "gordo" Anderson le replicó mientras caminaba hacia él "¡sí!, es el proxeneta chino de la calle 42... hasta que le llegó su turno".

AMOR EN PELIGRODonde viven las historias. Descúbrelo ahora