Mi padre me recogió de la estación de Granada por la tarde, y fui con él y con Mamen, su nueva pareja, hasta Huétor Tajar.
La entrada al pueblo ya revolucionó mi cuerpo, sólo ver las primeras casas amarillas y blancas de la entrada, no me dejó indiferente, trasladándome automáticamente a la primera vez.
"¿Esto va a ser así hasta mañana?".
Vaya tortura... cada calle, cada plaza que miraba a través de la ventanilla del coche olía a verano, amigos, helados, risas, cartas...y a la inocencia de mis dieciocho años.
El entierro era a la mañana siguiente, pero mi padre, quería que cenáramos todos juntos en casa de mi abuela, y le ayudásemos a recoger algunas cosas que estaban todavía por allí.
Aparcamos en la puerta, justo en el mismo sitio, que aquel fatídico y malhumorado primer día de ceño fruncido.
La casa olía a cerrado, debido a todos los meses que llevaba vacía, ya que mi abuela, había estado ingresada en el hospital y desde que sufrió el ictus, no pudo regresar. El frondoso jazmín seguía rodeando el patio y perfumando el ambiente, la cocina estaba intacta, y el perchero de detrás de la puerta, colgaba un par de abrigos que acumulaban algo de polvo.
Entré en mi cuarto y un fogonazo de recuerdos vino a mí.
La ventana.
A través de su preciosa cristalera observaba el trajín de la calle, y según mi abuela, si quería, me podía enterar de tó al asomarme. Fue dónde tuve mi primera conversación con Mimi a solas, tras la fuga del cementerio, y era por dónde entraba el aire fresco de la noche, ese que hacía, que me acurrucara en su cuerpo, buscando calor.
La cama.
Estaba sin sábanas, sólo quedaba el colchón. Aquel pequeño colchón, dónde alcancé el éxtasis, y no sólo hablo del éxtasis orgásmico, que también, sino del éxtasis de dormir abrazada a su espalda.
Era curioso, ahora con Pablo, habíamos comprado la cama de matrimonio del tamaño más grande que existía en el mercado, porque éramos los dos algo sibaritas y nos gustaba dormir a nuestras anchas, pero en cambio, aquel verano con Mimi, pasé las mejores noches entrelazada a ella, en una cama de apenas, unos noventa centímetros.El escritorio.
Se mantenía intacto aquella mesa de estudio improvisada que me compró mi padre. Se ve que mi abuela no había encontrado sitio dónde meterlo y lo había dejado allí. Yo tengo todavía el escritorio allí, por si te quieres venir a estudiar otro verano, me decía ella, casi todas las Navidades, haciéndome tragar saliva ante la oleada de recuerdos, que venía a mi cabeza tras esa frase.
En ese escritorio, me había quebrado la cabeza hasta decir basta, realmente, me había pasado de todo apoyada en esa madera. Lloré, reí, estudié, me rendí, me superé y hasta casi follé, un día que Mimi se empeñó en hacerlo encima.Por suerte para mi salud mental, mi tío y mis primos llegaron, así que tuve que dejar las peligrosas comparaciones que estaba haciendo mi mente entre pasado y presente, y salir a saludarlos.
Los había visto recientemente, al coincidir con ellos algún fin de semana en el hospital de Granada, así que sabía que Carlitos estaba de exámenes en su carrera de ingeniería informática, y que Laura había empezado a salir con un chico del pueblo, bastante mayor que ella y quería abandonar la carrera de magisterio que tenía a medias, para irse a vivir con él.
Mi tío Juan se puso pálido nada más entrar a la casa de la impresión, se abrazó a mí y a mi padre, en cuánto nos vio, rompiendo a llorar entre nosotros. Fue un momento muy emotivo y muy duro.