Era el día.
El día en el que nos despedíamos de mi querida abuela Rosa y el día en el que esperaba encontrarme con Mimi después de tanto tiempo, y que ahora, ella SI me viese a mí.
Me levanté sin apetito.
Supongo que por la ensalada de emociones, que tenía en mi estómago, sólo pude tomarme un té.
Mi padre y mi tío tenían un semblante serio, y comentaban con un café en la mano, sus deseos de que acabara ya la misa, y todos los trámites posteriores. Los entendía, en realidad, llevábamos sin mi abuela ya cuatro meses, y habían sido meses durísimos. Demasiadas noches de hospital y Orfidal, en un incómodo sillón, y ningún diagnóstico favorable.
Llegamos los primeros a la iglesia y nos colocamos en los primeros bancos, que teníamos reservados. No miré hacia atrás durante la misa, ese momento era de mi abuela y sólo pensaba en ella y en que gracias a aquel verano, la conocí y la quise. Ya que, a partir de ahí, cambió nuestra relación, y la invitaba casi todos los años unos días a Madrid. Pero si no hubiese sido por esos meses, sólo tendría de ella un recuerdo vago e infantil de un par de veces, cuándo aún, era muy niña.
Era una jugadora de cartas a la que le gustaba ganar, tomaba el café siempre en vaso de cristal y coleccionaba monedas de dos euros. Con el dinero que tenga cuando rompa la hucha, voy a ir a verte a Madrid y nos vamos a ir de viaje las dos, me decía.
Era la mejor cocinera de dulces, su blusa favorita era una que tenía mil colorines, y quería mucho a Mimi. A esta amiga no la pierdas, que los amigos de verdad se cuentan con los dedos de una mano, y te sobran, y la Mimi es mu buena amiga, y se porta mu bien contigo, me recordaba ella, cuando la rubia y yo, teníamos alguna discusión.Pasaron por mi cabeza sus últimas palabras hacia mí: cuida a tu padre y sé feliz cariño, a lo que no pude contestarle otra cosa que no fuera: sí, te prometo, que lo voy hacer abuela.
Y ahora, en su misa, antes de que su cuerpo se convierta en ceniza, sólo quería darle las gracias por enseñarme tantas cosas buenas y decirle que algún día, volveremos a desayunar juntas en el Bar de Estrella, nos saldremos a la puerta de casa al fresco, y haremos ese viaje que nos quedó pendiente.
El momento del pésame me hizo aterrizar al lugar dónde nos encontrábamos, y tras colocarme junto a mi padre en un par de escalones por encima del resto de la iglesia, comenzó a pasar gente para mostrarnos su apoyo.
Pero ella no.
Ella no pasó.
Sí lo hizo su madre, lo hizo Hugo, Mireya y hasta su antigua jefa, Estrella, pero de Mimi no había ni rastro.
No pude evitar emocionarme y romper en llanto, cuándo Mireya me abrazó, ella también apreciaba mucho a mi abuela y a mi padre, y notaba que su abrazo y su consuelo eran totalmente sinceros.
Tras un desfile de gente, la mayoría desconocidos para mí, salimos y la gente, poco a poco, se empezó a diluir.
El mal trago había pasado.
Ya sólo nos quedaba recordarla en nuestro día a día, y ya cada uno, lo haríamos a nuestra manera.
—¿Qué tal reina? —me dijo de forma efusiva Inma, al verme de nuevo, ya fuera en la plaza.
Inma la madre de Mimi, era como una representación de lo que sería Mimi en unos veinticinco años, porque eran dos gotas de agua. Mismos ojos, misma sonrisa, misma forma de hablar y hasta utilizaban las mismas palabras muchas veces, lo único que las diferenciaba era la forma de vestir, ya que Inma, nunca se pondría la estridente ropa que usaba su hija.