Mamen y mi padre se habían acostado pronto, y yo deambulaba melancólica, por aquella casa, que desprendía recuerdos en cada rincón.
Sonó el timbre.
ELLA.
Había venido, ¿tendría una respuesta?
Estoy segura que a Mimi también se le removió todo por dentro, al volver a entrar a casa de mi abuela, su cara cambió y miraba atenta a su alrededor, intentando captar los detalles que hacían diferente el lugar.
—Hmm huele como siempre —comentó inspirando.
Nos sentamos en el patio interior, ese que tenía sus paredes bañadas de jazmín y dos apetecibles silloncitos de mimbre con una mesita baja en su centro.
—¿Quieres algo? —le ofrecí.
—Aquí, lo que más me apetece tomar es una bolita de anís.
"No, ahora eso no, por favor".
La miré fija, mientras mis ojos se volvían vidriosos y tragué saliva, intentando deshacer el nudo que se había formado en mi garganta, moví los músculos de mi cara de forma forzada intentando no llorar, pero fue inútil.
—La echo mucho de menos —balbuceé entre sollozos.
—Y yo —musitó, también emocionada, levantándose de inmediato, envolviéndome por detrás con sus brazos.
—Se hacía querer tu abuela —añadió con un hilo de voz, hablando sobre mi pelo, y dejando un tierno beso en mi cabeza.
Tras abrir un cajón de una vieja y polvorienta cómoda, que cada vez crujía con más ahínco, dejé a Mimi sin palabras:
—Toma —dije dejando caer en la mesa una bolsita de plástico con una decena de canicas de anís.
—Pero, ¿y esto? —preguntó alucinada.
—Mi abuela dejó ese cajón lleno —respondí con una sonrisa.
—Entonces, ¿esto es como una reliquia, no? —comentó anonadada acercándose a su nariz una de ellas. —No, no, guárdalas entonces, para una ocasión importante.
—¿Más importante que esta? Es la primera vez después de más de ocho años, que estamos de nuevo las dos juntas en esta casa, en SU casa ¿no te parece suficiente?
Me sonrió cómplice dándome la razón, y se metió una bolita de anís en su boca.
Y yo, imité el gesto.
—Miriam, ahora quiero que me dejes hablar a mí primero, ¿vale? —me pedía en un tono dulce.
—Hmm vale —acepté. —Dale.
—O coges esa oferta de trabajo por ti misma, o llamo yo mañana haciéndome pasar por ti y la acepto, osea, no hay dudas, ese puesto es tuyo —dijo despacio, recalcando cada indicación y mirándome clavando sus ojos en los míos.
—Ay Mimi... —suspiré con un hilo de voz asustado, buscando el agarre de su mano.
—Yo iré a verte lo máximo que pueda, te llamaré todos los días y te voy a estar esperando, tardes lo que tardes, un año, dos, tres... —contaba moviendo sus dedos. —Y si no vuelves, porque haces allí tu vida, estaré feliz por ello.
—No, no, no —pataleé negando con mi cabeza, a punto de romper a llorar de nuevo. —No me engañes —pedí soltándome de su mano y tapándome la cara.
—¿Porqué no? —Se extrañó. —A ver, qué dices de engaño... —habló, tirándome de mi brazo e insistiendo en que destapara mi cara.
—Pues porque no Mimi, porque te agradezco lo que estás diciendo, pero lo dices porque te sientes culpable por pasar de mí estos últimos días, y porque sabes que si me quedo no va a funcionar, y no quieres cargar esa responsabilidad —gimoteé.