Capítulo 2: Mamá.

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No quería matarlos, pero necesitaba que desaparecieran. 

Alan

El silencio es agotador, cada segundo resuena inexistente entre un eco silencioso que retumba en las cuatro paredes de este lugar, sabes que nunca más volverás atrás, que estos años de tu vida son irrecuperables, y que de alguna forma, lo estás perdiendo todo. 

Es como estar muerto sin alcanzar el descanso eterno, como un alma en pena que sufre la sentencia del olvido. Nadie te escribe, nadie viene a verte, nadie te recuerda. 

Piensas y piensas y sigues pensando, tanto que tu mente se convierte en todo lo que existe para ti, tu alrededor deja de tener sentido y es la imaginación la única que te entiende, la única, que te otorga libertad.

Pero ¿Qué pasa cuando incluso en estos mundos imaginarios otros toman el control de tu destino? Schizo cada vez es más fuerte en mi, y ya, no soy libre de ninguna de las formas.

—Más rápido.—Unas manos golpean mi espalda con impaciencia, dándome un empujón hacia el frente, mis párpados se abren y cierran con pesadez, controlar los brotes de ira que me provocan estas acciones es costoso para mi psique. 

Se aprovechan de una paciencia que no tengo, me llevan al límite, me desgastan.

Aun estoy algo mareado, la sedación deja sus estragos en el cuerpo, es como si me encontrase drogado, débil, enfermo, como si mi vitalidad estuviese siendo drenada por alguna entidad maligna.

El pasillo es monótono, blanco, con las mismas luces de siempre, algunas de ellas, parpadeantes. Goteras en las esquinas, la lluvia repiqueteando contra los ventanales, el exterior a través de los cristales y las rejas que los protegen, recordándome que existe una vida más allá de esta cárcel para locos.

—Siéntate, pequeño hijo de puta.—Ordena uno de los enfermeros, su ancha mano aprieta mi hombro, obligándome a tomar asiento en la silla del comedor, los demás enfermos me miran, algunos me saludan, otros se asustan, la mayoría hacen como que ni me han visto. —Tu comida.— Un plato con una especie de puré maloliente reposa en la mesa, veo que los demás están comiendo macarrones con una rancia salsa de tomate por encima, preferiría eso.

—Quiero comer como los demás.—Murmuro.

Mis tripas rugen con violencia, el estómago me duele del hambre que tengo.

—Lo harás cuando te portes bien.— El enfermero retira la silla, sentándose a mi lado, este clava la cuchara con rabia en la masa pestilente y la acerca a mis labios.—Abre la puta boca.

Tuerzo el rostro.

—¡Que abras la puta boca!—Su mano tira de mi cabello con la intención de meterme la cucharada a la fuerza, un impulso de violencia me hace soltarle un cabezazo en la nariz que le tira al suelo, rápidamente, cuatro manos me agarran sentándome en la silla, haciendo fuerza contra mis impulsos de ir a él y hacerle pedazos.

—¿Qué está pasando aquí? —Esa voz reconocible hace acto de presencia, mi cuerpo se calma ligeramente y las manos que me agarran reducen la fuerza con la que me sostienen. 

La Doctora Hanse.

Una mujer de cabello castaño con destellos rojizos, largo hasta la espalda, ligeramente ondulado, lleva gafas negras de pasta y ronda cerca de los cuarenta años, aunque está muy bien conservada. 

SCHIZOPRENIA✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora