Capítulo 33

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Betsabé no dejaba de temblar y Pablo no sabía qué hacer para calmarla. Estaba aturdida. Incredulidad surcaba por su rostro. Le había dolido lo ocurrido, pero más a él. Había perdido todo por lo que tanto había luchado. Ahora solo la tenía a ella.

La abrazó, obligándola a acomodar su cabeza sobre su pecho. Acarició su cabello suavemente.

―¿Qué va a ocurrir con ellos? ―preguntó con voz rota. Le preocupaba en sobremanera todas aquellas personas inocentes que lo habían perdido todo en aquel fatal suceso.

Pablo exhaló sonoramente. No sabía qué responder.

―No lo sé, amor. Debemos esperar.

Se incorporó de inmediato, con sus ojos razados.

―¿Y mientras tanto qué? ¡No tienen siquiera donde dormir!

―Lo sé, cariño ―Acarició su mano haciéndole saber que siempre estaría con ella―; sin embargo no podemos hacer nada ahora. La policía está tratando de buscar algo que les dé indicio sobre cómo se originó el incendio.

Betsabé cerró sus ojos con frustración. No era justo. Aquellas personas estaban sufriendo, y todo era por su culpa. Era culpa suya porque Esteban solo la quería a ella. Era culpa suya porque si no hubiera llegado a sus vidas nada de eso hubiese ocurrido.

Pablo la hizo acostar nuevamente. Estaban cansados. Amelia había ido por ellos, a ayudarlos. Pablo le había preguntado si podían llevar consigo a doña Catalina, pues esta no tenía donde quedarse. La joven no se negó, pero el problema estuvo en convencer a la señora; no quería alejarse de lo que era su vida, aunque ahora estuviera vuelto cenizas.

―¿Crees que Catalina está tranquila?

―Amelia le dio de comer un poco, amor, me dijo también que ya se había ido a dormir.

―Pobre; lo ha perdido todo. ―Ambas vivían situaciones similares.

Pablo depositó un beso en su cabello, inhalando su reconfortante olor.

―Quisiera ayudarle ―continuó Betsabé.

―Ya lo has hecho, amor; tus palabras lograron reconfortarla un poco.

―Pero el dolor de su corazón sigue ahí. Daría todo por evitarle este sufrimiento.

―La ayudaremos, ya veremos cómo.

Betsabé se quedó en silencio unos minutos. Ambos, recostados sobre la cómoda cama de una de las habitaciones de Amelia, pensaban en todas aquella persona que no tenían la dicha de ellos en ese momento. Era tarde, pero ninguno de los dos podía dormirse.

―Cuando mis padres murieron sentí que lo perdía todo ―inició, los nervios le hacían hablar―. Me sentí sola, sin rumbo.

―¿Qué les ocurrió? ―Debía aprovechar esos momentos en los que ella se abría a él.

―Murieron quemados en un accidente. ―Pablo abrió sus ojos con asombro―. Yo iba con ellos; estoy viva de milagro. ―Aguardó tratando de contener el llanto. Si cerraba sus ojos podía rememorar todo―. Íbamos de paseo, mi padre manejaba como ya era costumbre. Cantábamos una canción que sonaba en la radio. De pronto, una curva ―su voz empezó a volverse melancólica, rota―, mi padre era un experto manejando, no entiendo que ocurrió. Todo fue confuso, los frenos parecían no querer funcionar, lo intentó varias veces, pero fue en vano. Caímos, solo fui consciente de ello. Cuando abrí mis ojos sentía que me ahogaba. Llamé a mis padres... pero ninguno me respondió ―Pablo la abrazó aún más cuando el llanto llegó.

―No tienes que seguir si no te sientes bien, amor.

―Tengo que hacerlo, tengo que sacar este dolor de mi cuerpo. Tienes que saberlo todo.

El silencio de sus ojos © (#Wattys 2019)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora