Capítulo 38

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La primera vez que Pablo sintió miedo de verdad fue una de las noches que tuvo que dormir en la calle cuando apenas era un niño. La zona en la que estaba era bastante insegura. Recostado sobre un banco tratando de cubrirse con sus brazos de la baja temperatura que era normal en Bogotá, miraba para todos los lados intentando cuidar sus pocas pertenencias. Había tenido miedo de perder lo poco que tenía pero que para él era demasiado valioso. Sin embargo, ese miedo no se comparaba con el que estaba sintiendo en esos momentos.

Estaba sentado en la sala de espera junto a Amelia, Ángel ―quien había sido dado de alta unos días antes― y María que había sido informada por Amelia. Esta última había manifestado su molestia en medio de las lágrimas. ¿Cómo había sido posible que ellos no la hubiesen puesto al tanto de la situación sino hasta ese momento?

Todas esas palabras, pese a ser un reproche que sabía que no era con malas intenciones, habían logrado de la culpabilidad le apretujara el alma.

Habían pasado solo dos horas, que para él habían sido eternas, esperando a que los médicos que se habían llevado a Betsabé detrás de la enorme puerta de vidrio que tenía escrito en grande "URGENCIAS" salieran a dar un reporte de la situación. Pese a no tener noticas, Pablo tenía un nudo en la garganta que apenas y le permitía pasar un poco de saliva. No podía sacar de su mente esa imagen de Betsabé. Ella que era una mujer con un gran futuro por delante y llena de vida estaba debatiéndose entre la vida y la muerte.

La situación le había recordado a un momento similar unos meses atrás cuando se enteraron de la realidad que Betsabé afrontaba junto a aquel ser desgraciado que, en los más grandes deseos de Pablo, debía estar ardiendo en el infierno. Creía aun así que la muerte había sido un final demasiado fácil para su vida; él debió haber pagado tras las rejas todo el daño que le había causado a Betsabé en vida.

Pasó la mano por su cabello enmarañado sintiéndose agotado.

Un suspiro a su lado le hizo volver el rostro.

―Tal vez deberías ir a descansar ―le dijo a Ángel mientras veía como se frotaba los ojos. Miró a los asientos de enfrente donde María parecía haber sido vencida por el sueño en los brazos de su marido.

Ángel se inclinó hacia el frente para hablarle.

―Yo estoy bien. Quien me preocupa es ella ―Señaló a Amelia quien iba llegando en ese momento del baño―. Se ve ojerosa y muy cansada. ¿Ha comido algo?

Pablo se sintió apenado por no saber que responderle. Había estado tan sumido en su tristeza que no había reparado en el estado de Amelia. A decir verdad, mientras la observaba en ese momento se dio cuenta de que lo que Ángel le decía era cierto.

Se veía bastante demacrada.

Pasaban de las diez de la noche. Eso decía el enorme reloj algo viejo que colgaba en la pared de fondo.

Cuando Amelia se sentó junto a él, le dijo:

―Amelia, creo que deberías ir a descansar. No te veo muy bien. ¿Te has sentido mal?

Ella negó con un nudo en su garganta. No era momento de atormentarlos con sus problemas.

―Yo estoy bien ―le informó―. Debo esperar a que nos den un reporte del estado de Bess. ―Hubo una pausa que solo fue interrumpida por el llanto incesante de un niño que le lloraba a su madre por un dulce―. Mi padre se comunicó con la tía de Bess que vive en los Estados Unidos.

Pablo frunció el entrecejo. ¿Tía?

―¿De qué estás hablando?

―¿No lo sabias? ―preguntó confundida, mientras miraba de reojo a Ángel―. Pensé que ella te lo había dicho.

El silencio de sus ojos © (#Wattys 2019)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora