Capítulo 35

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Betsabé despertó en una habitación desconocida, desorientada y con un martilleo incesante en su cabeza. Por la suavidad de la superficie en la que se encontraba, dedujo que se trataba de una cama. Intentó moverse, pero su sorpresa fue grande al percatarse que sus manos y pies parecían estar sujetos. Bajó su mirada. Sus pies estaban sujetos por unas sogas a cada extremo de la cama, y su miedo se acrecentó al ver que estaba completamente desnuda, expuesta. De pronto, los recuerdos de lo ocurrido antes de despertar allí le provocaron un vuelco en su estómago.

«No puede ser, no puede ser», repetía apresuradamente en su mente.

Aspiró hondo tratando de llenarse de valor, porque aunque intentara negarlo el miedo se estaba adueñando de su cuerpo. Tiró con fuerza las manos tratando de liberarse pero solo logró que un escozor en estas le molestara. La cabeza le dolía, pero el dolor en su corazón fue más grande al recordar la mirada desesperada de Pablo. Inevitablemente se preguntó que estaría haciendo. ¿La estaría buscando? ¿Estaría bien? Se sintió un poco estúpida por haber salido corriendo de aquella manera sin pensar en lo que podía ocurrirle, pero no podía seguir permitiendo que más personas inocentes sufrieran por su culpa y, quizás, lo más conveniente para que aquello terminara era que Esteban acabara con ella de una buena vez, aunque pensar en el dolor que eso le causaría a Pablo lograba que su corazón se partiera en dos.

Estuvo varios minutos intentando calmarse, normalizar su respiración, hasta que la puerta fue abierta y el dueño de sus pesadillas irrumpió en la habitación mirándola con ojos lobunos.

―¡Vaya, flor, creí que nunca despertarías! ―bramó, cerrando la puerta y pasando el seguro.

Betsabé sentía como su corazón parecía salirse de su pecho con cada latido, pero no le daría el gusto de verla atemorizada.

―¿Qué pasa? ¿Te comieron la lengua los ratones? ―se rio abiertamente. Parecía estar más viejo, una barba le cubría, sus ropas estaban arrugadas y sus ojos rojos. Betsabé apartó la mirada. Le causaba asco. Él, al ver la dureza en las facciones de Betsabé, la tomó por la barbilla y la obligó a mirarle―. Mírame cuando te hable, mi flor, no hagas que enfurezca y todo sea peor.

La mano callosa de aquel hombre inició un descenso por su cuerpo desnudo, iniciando en sus pechos hasta llegar a sus piernas. La mirada de lujuria y odio que tenía secó su garganta.

―¿Qué es lo que pretendes? ―preguntó con los dientes apretados―. ¿Por qué me odias tanto?

Riéndose, acercó su rostro al de ella nuevamente y le dijo:

―Oh, mi flor, yo solo quiero tenerte conmigo, quiero hacerte sufrir como un día ellos lo hicieron.

Cada vez más confundida, y asqueada por el horrible olor a alcohol que desprendía, indagó con temor:

―¿A... a qué te refieres?

Él ubicó una silla al lado de Betsabé y se sentó. Lascivamente, la observó de arriba abajo. La tenía a su merced, haría de su vida un infierno y haría que pagara con dolor todo lo que él había sufrido.

Llevó una mano a su rostro e intentó acariciarle. Betsabé se apartó provocando que su furia aumentara. La palma de su mano se estrelló contra su mejilla. Un gemido de dolor estuvo a punto de salir de su garganta pero se obligó a calmarse. Lo miró con furia, con odio. Aquel malnacido nunca la volvería a ver con miedo. Él, que había acabado con la poca felicidad que había sentido, no merecía su miedo, solo su odio.

―Cuando quiera tocarte no debes apartarte de mí. Estoy intentando tratarte bien pero no te dejas.

―No vuelvas a ponerme una mano encima ―escupió con odio.

El silencio de sus ojos © (#Wattys 2019)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora