Capítulo 34

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Dolor y desesperación. Era lo único que Pablo sentía en esos momentos. Todo, absolutamente todo se les había salido de las manos. Ahora, mientras veía desde el suelo como la camioneta polarizada desaparecía calle abajo, las esperanzas que vivían dentro de su ser se marchitaban.

Amelia, quien llegaba en su carro, al observar la escena que se desarrollaba ante sus ojos bajó del auto con prisas y corrió hasta llegar a Pablo.

―¡Dios mío! ¿Qué ha pasado aquí? ―chilló horrorizada. Su miedo se acentuó con más fuerzas al ver como las lágrimas corrían libremente por el rostro de Pablo. Miró atrás, encontrando el cuerpo de Ángel lleno de sangre sobre el suelo.

―Se la ha llevado, Amelia. Se la ha llevado y no he podido hacer nada ―se quejó. Amelia lo revisó y vio su pierna herida.

―Estás herido, hombre, debo llevarte a la clínica ―Miró a Ángel―, debo llevarlos a la clínica.

Pablo intentó incorporarse pese al dolor. Debían encontrar a Betsabé antes de que fuese demasiado tarde.

―No debimos dejarla sola.

―No estaba sola, los hombres que dejé cuidando están aquí.

―¡¿Y cómo fue que ocurrió esto entonces?! ―exclamó embravecido.

En ese momento, un hombre corpulento, perteneciente al grupo que se encargaba de la seguridad de Amelia y su casa, se acercó a ellos, herido. Una de las balas debió alcanzarlo en el momento que los hombres que iban en la parte delantera de la camioneta abrían fuego cuando notaron la intensión que tenían de acercarse a ellos.

Amelia, asustada como nunca en su vida y con sus manos temblorosas, observó fijamente a Díaz, quien la observó con rostro de circunstancias en cuanto se acercó a ellos.

―Lo siento, señorita, no se imagina cuánto.

―¿Cómo ocurrió esto? ―le preguntó ignorando los gruñidos que salían de la garganta de Pablo. Al volver su rostro a él, se dio cuenta que Pablo observaba calle abajo, por donde seguramente debieron haberse llevado a Betsabé.

―La señorita estaba dentro, en el jardín, para ser exacto. Mi compañero y yo estábamos atentos a todos sus movimientos hasta que vimos cómo la misma camioneta en la que la señorita fue llevada paraba solo unos segundos para arrojar un cuerpo en la acera ―Amelia ahogó un grito con su mano y Pablo miró con dolor a Ángel, quien solo era una víctima en aquella encrucijada―. Cuando quisimos ayudarlo la señorita salió y logró hablar con el chico. Todo fue extraño desde el momento en el que leyó un papel que venía pegado en la mano del chico. Traté de acercarme, pero la señorita salió corriendo y luego la camioneta volvió. ―El hombre cerró sus ojos apenado. Dirigió la vista a quien había sido su compañero desde hacía tanto tiempo y que ahora no volvería a ver a su familia.

Amelia quería llorar. Las lágrimas pugnaban por salir, por liberarse, pero en medio de tanto dolor debía ser fuerte por todos.

―Debemos llevarlos a la clínica. Ayúdeme con eso, por favor.

El hombre asintió apenado y se fue a ayudar a levantar a Ángel.

Cuando Amelia miró de nuevo a Pablo, este le dijo con desesperación:

―Por favor, Amelia, debemos encontrarla, no puedo ir a ningún lado hasta no saber nada de ella.

Tragándose sus lágrimas Amelia respondió:

―Estás herido, Pablo, y es preferible llevarte a ti primero a la clínica antes de que tu pierna se infecte y sea peor ―Le acarició la mejilla con cariño―. A mí me mata todo lo que está ocurriendo, pero debemos ser fuertes. ―Pablo negó con desesperación―. Sabes que tengo razón, los llevaremos a la clínica y me comunicaré con el policía que nos estuvo ayudando, ¿okay?

El silencio de sus ojos © (#Wattys 2019)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora