Capítulo 37

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Todo era muy confuso. Se encontraban casi a las afueras de Bogotá camino hacia el lugar donde la mujer que amaba se encontraba prisionera. Una sensación extraña y dolorosa lo acompañaba desde que habían salido de casa de Amelia junto a la patrulla que lideraba el rescate y la captura de Esteban Balbuena. Amelia iba a su lado; ambos estaban impacientes y temiendo que algo llegara a salir mal.

Pablo no podía explicarse todo lo que sentía. Era una sensación extraña que se había acentuado con mucha más fuerza que antes. Sentía excitación por saber que pronto podría tener a Betsabé de nuevo con él; pero a su vez el miedo que lo atenazaba lograba sobreponerse ante cualquier sentimiento de regocijo. No había querido contarle a Amelia el sueño que había tenido horas antes. Era eso quizá lo que más le atormentaba.

―Hey, Pablo ―le llamó Amelia. Desde que habían partido lo notaba concentrado en sus pensamientos. Éste la miró―. Todo saldrá bien.

Pablo intentó sonreírle, pero quizás le salió más como una mueca torcida.

―Quien diría que nos encontraríamos en una situación así. Ella no tenía por qué pasar por todo esto.

―Entiendo tu frustración. ―Amelia miró por la ventanilla, observando como la luz del sol perdía fuerza a medida que el mismo hacia su lento descenso―. A veces nos encontramos tan sumidos en nuestras propias vidas que no nos percatamos del problema de los demás.

Suspirando para tratar de contener sus sentimientos más tristes, Pablo concluyó.

―Somos egoístas. Pensamos solo en nuestro bienestar, en nuestros problemas que tal vez son pequeños a comparación de los demás. Nos dedicamos solo a juzgar a las personas por lo que parecen en lugar de pensar en porqué son así.

―Tú nunca la juzgaste. La amaste desde el primer momento que la viste ―le dijo, con una mirada que denotaba ternura.

―Creo que la amé desde que escuché hablar de la supuesta chica extraña; la chica que no hablaba con nadie y que tenía problemas con los cálculos ―Sonrió con tristeza―; la amé desde que escuché hablar del color de sus ojos y de los secretos que debía guardar en ellos.

Amelia lo observó hablar embelesada.

―Simplemente la amé por ser ella; no me importaba nada más.

No hubo tiempo para hablar un poco más. En cuanto el carro se detuvo los policías empezaron a bajar de forma silenciosa. De inmediato los nervios volvieron a aparecer poco a poco hasta adueñarse por completo de su mente y de su cuerpo. Cuando Pablo y Amelia bajaron vieron como el agente encargado de llevar el caso desde el principio se acercaba a ellos.

―Nosotros iniciaremos con la operación. Si están aquí con nosotros es por su insistencia, pero les pedimos cordialmente que aguarden a que tengamos resultados y no interrumpan nuestra labor. No queremos que alguno salga herido.

Amelia asintió comprendiendo sus palabras. Sin embargo, Pablo tenía otros planes en mente.

―Yo necesito entrar. ―El agente iba a replicar pero Pablo continuó hablando―. Necesito confirmar con mis propios ojos que ella estará a salvo.

Hubo un largo momento de silencio que solo fue interrumpido por el canto incesante de los grillos en el bosque que rodeaba la propiedad y por el leve murmullo que emitían los demás policías mientras cargaban sus armas.

Habían aparcado algo lejos, con el fin de evitar que los diez hombres que conformaban la seguridad de Balbuena notaran su presencia y les echarán los planes abajo. La ambulancia había aparcado tras ellos, a la espera de que el agente les anunciara cuando podían entrar a la propiedad para poder prestar su servicio a quien lo necesitara.

El silencio de sus ojos © (#Wattys 2019)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora