Bill estaba recostado en su cama mirando al techo. Sus padres por fin se habían calmado después de varias horas de gritos y peleas. Había un aire tenso que rodeaba la casa, una falsa sensación de calma. Hacía que se le pusiera la piel de gallina, pero al menos el silencio significaba que por fin podría dormir.
Hacía más frio que de costumbre, pero Bill no pudo encontrar energías para taparse con el cobertor. No le quedaba nada de energía, pensó, sus ojos miraban una mancha amarilla extendiéndose sobre la pintura. Se había alejado demasiado de Karina después de abofetearla, por lo que podía olvidarse de llamarla, y su familia… ¿alguna vez la había tenido? No en el tiempo que podía recordar de todos modos. Desde que podía recordar, nunca la tuvo.
Karina se había comportado extraña desde aquella noche y Bill la evitaba lo más que podía. Ella trataba de ser amable, lo llamaba y trataba de acercarse a él, pero ni siquiera podía mirarla sin ver a su madre reflejada en sus ojos. Todo estaba mal, todo se le estaba repitiendo y no iba a permitir que eso sucediera.
Dirigió una mirada hacia la lámpara que colgaba del techo, una maldita cosa fea que parecía que debía pertenecer a un almacén no a un dormitorio. Bill se levantó y se puso de puntitas sobre la cama, agarrando la lámpara y sacudiéndola con fuerza. Soportaba mucho peso. Se dejó caer de nuevo sobre la cama y pensó – jódete.— Sólo jódete. No estaba ayudando a nadie, así que daba igual.¿Cuál era el punto si ni siquiera podía sentir nada? Era indiferente. A todo. Nada lo desconcertaba últimamente, nada lo conmovía o importaba, especialmente después de lo que pasó con Karina. Cuando escuchaba a sus padres pelear lo único que podía pensar era, — desearía que terminaran para poder dormir.— Se estaba congelando, todo dentro de él se estaba volviendo frio y eso debería asustarlo pero no le importaba que eso pasara. Había pasado la etapa en que pensara que podría salvar a su madre. No podría detener a su padre, no sin que él lo detuviera a él. Y la única forma de asegurarse de no volver a lastimar a Karina era no verla. Ella lo superaría.
— Estoy en esto,— murmuró para sí mismo, saltando fuera de la cama, cruzó su habitación y abrió el armario. Buscó en su interior hasta que encontró una bufanda larga que había recibido de parte de su abuela antes de morir. Era horrible, nunca la abría usado incluso si su vida dependiera de ello. Irónico. Pensó con un bufido. Le frunció el ceño, miró hacia la lámpara y de nuevo a la bufanda.
¿Por qué demonios no hacerlo?
Se sentó en la cama y comenzó a atarla. Había encontrado como hacerlo en internet. Había encontrado demasiadas cosas en internet. También encontró como usar un arma, lo había buscado después de encontrar el revólver negro bajo el tablón suelto del suelo de la cocina. Por si acaso.
Eso le recordaba que tendría que mirar si aún seguía ahí. Como lo hacía cada noche. Era casi un hábito, tan automático como encender las luces cuando entras a una habitación oscura. Así que cuando terminó de atar la bufanda, salió de su habitación, pasando silenciosamente al lado de la habitación de sus padres hacia la cocina. Se arrodilló en el centro de la habitación y levantó el tablón. La pistola estaba allí, negra y brillante, brillante por la luz que entraba por la ventana de la cocina. Quería tocarla, pero no se atrevió. La miró con una especie de retorcida fascinación, antes de negar y poner el tablón en su lugar, ocultando el arma de su vista.
Volvió a su habitación a terminar sus asuntos. Tuvo un pensamiento breve de escribir una carta, pero desechó rápidamente la idea, era un horrible cliché. Todo lo que le importaba era que estaba cansado y quería irse. Su juego había terminado desde que había golpeado a Karina, era el momento de terminar el juego del jugador. O algo así.
Terminó el nudo y lo miró, pasando sus dedos sobre él antes de colgarlo, tirando de ella para asegurarse que aguantaría. Lo único que faltaba era pararse sobre una silla.