Dos Amores

9 3 0
                                    

No podía entenderlo, ¿cómo alguien se podía enamorar tan rápido como para comprometerse en sólo tres días? Debió ser alguna clase de error, algo que él quería regalarme. Pero una joya así no se regala a cualquiera... Además, quería usarla. No sentí ganas de rechazar el broche, ni la flor, sólo quería saber con quién me estaba metiendo. Era guapo, y se notaba que era atento, y sus ojos azules brillaban al verme, algo que noté desde el festival. ¿Realmente estaría dispuesto a pasar por todo el ritual de cortejo?. Veía los tres regalos frente a mí, en mi escritorio, y mi corazón palpitaba con fuerza. No podía dejar que Chris se enterase que lo acepté; lo iba a alejar más. Pero sin el permiso de mi padre, se volvería un amor clandestino.

Tenía que esconderlo, dejar que aquel hombre me cortejara antes de aceptar por completo su regalo. Mantuve el broche en una cajita y le puse una cerradura mágica, mientras que la piel la coloqué entre mis ropas, escondida a simple vista. La flor en cambio la utilicé para adornar mi cabello, pensando en cómo podría marchitarse si la dejaba allí. No quería que lo hiciera, sería una señal secreta entre el caballero y yo, distinta a una obvia joya.

Salí de mi habitación, cruzándome con Chris en el camino. Ya tenía puesta la armadura, y su arma personal guardada. No le había prestado tanta atención como hasta aquel momento. Llevaba dos armas, una a cada lado, en lugar de una sola. Ví siempre a caballeros usar distintos tipos de armas según su experiencia, y él en sus cartas me contaba que entrenaba con la espada y el arco, pero el arma en su cintura era vistosa. Una hoja plateada, un mango con un trozo de tela y un pomo con un diamante violeta.

—Estas... ¿Estas saliendo? —le pregunté, desviando el tema sobre su arma.

—Sí, tengo cosas que hacer de vuelta en Zomerwald, de hecho —me contó, arreglando unos últimos detalles—, lo siento.

Quise reclamar, pero el recuerdo de lo que había sucedido aquella noche me hizo silenciar. Yo misma dije que no volvería a hablar de ello, pero su correspondencia, el sentir de sus manos alrededor de mi cintura, y como aquel beso se prolongó hasta olvidar la noche. ¿Cómo podría sólo olvidarlo?

—Veo que aún llevas mi daga —mencioné, queriendo señalar sus armas y olvidar el asunto de la distancia.

—Siete años y medio, y nunca he dejado de tenerla. Es el símbolo de buena suerte. Tuyo, mío y de nuestros padres... ¿Lo recuerdas? —añadió para mi sorpresa, con una amplia sonrisa.

—Creí que eras tú el que no recordaba —me defendí, intentando ignorar el calor en mis mejillas.

—Aquel día a veces viene a mi mente, pero sigue borroso... —explicó, mientras escuchó el sonido de pasos tras de sí, y se despidió de mí.

Deseaba recibir al menos un beso en la mejilla como despedida, un «volveré» pues, sus viajes no eran de sólo un día, siempre dedicado a la cacería o a moverse de un lado a otro. Dejándome a mí abandonada. En un suspiro, continué mi camino para ver a mi padre, que me saludó con tranquilidad y ternura, notando la flor en mi cabello, la cual la tomó con sus manos.

—Esto... me recuerda a tu madre —dijo, en un tono de voz melancólico que poco a poco se iba en un intento de mantener la compostura— ¿De dónde tuviste esa idea?

—Es... —pensé en una mentira, pero sus palabras me habían interrumpido por completo.

—Es la flor de mi escudo... —notó, sacándola de mi cabello— ¿¡Quién te la ha dado!?

—¡Beck! —respondí acelerada, recibiendo una mirada de rareza mientras recuperaba mi cordialidad—. Ha sido Beck, Lord Padre.

Aún con la misma mirada en su rostro, volvió a colocar la flor en su justo lugar, acomodando mi cabello con cuidado para hacerlo. Esa era una de las pocas veces que recibía cariño de su parte, al menos desde que crecí. Con una sonrisa me aseguraba que con un poco de magia podía hacer que se mantuviera eternamente viva, una simple abjuración que Rozen podría hacer.

—Creeme, se te vé hermoso... Tu madre —volvió a sonar melancólico al mencionarla—, le regalé una flor amarilla que solía tener en su cabello hasta el día de nuestra boda. Por eso creí que.... Lo siento.

Se disculpó, y supe que se refería a que temía que fuera un cortejo. Ya lo sabía. A pesar de mi sangre noble y de la herencia que tendría en mis manos, él rechazaba la idea de que yo fuera dada en matrimonio a ninguna persona. Aún a mis dieciocho años, ignoraba el porqué de sus motivos, pero poco iba a fiestas ni a reuniones del castillo del Rey, o si quiera a las del castillo Hannaghan. Simplemente me mantenía al margen, siempre con la idea de protegerme.

Aunque, en cierto modo, lo agradezco. Sus celos fueron los que me mantuvieron lista para mi hermano, para que él fuera mi primer beso, como si el destino, o la misma Ágama hubiera intervenido en mi petición amorosa. Mis sentimientos hacia él no podían ser detenidos ni si quiera por mi propio padre, pero veía en aquel caballero, en Sir Guillaume, una posibilidad que antes no estaba. ¿Y si en realidad no era ningún destino? ¿Y si al contrario, era Guillaume quien Ágama colocó en mi camino? Era algo que desde ese día, no me dejaría dormir con la misma calma.

Esa noche de incertidumbre, volví a mis poemas. El problema ya no era entre Salis y Trois, sino también aquel ángel que el guerrero miraba con ira. Ese ángel que en su luto, desperdiciaba su tiempo intentando pedir a Celestia por revivirla, aunque la Diosa se lo negaba. Mientras tanto, el Hada vivía colocando su manto de protección sobre Salis, quien por primera vez la veía a los ojos. Él se había jurado a su Orden, como un caballero bien portado, pero al verla, se dejó llevar por la bendición de Ágama...

No, ¿Qué estoy escribiendo? Deseché aquel papel y coloqué la pluma sobre el escritorio, suspirando para soltar mis sentimientos. El hada salía con el ángel, no con su protegido, esa era su función, protegerlo. Había algo en mí que me hacía escribir cosas así. La idea de que mi protegido fuera mi amor... Sí, aunque fuera mayor, yo soy la encargada de proteger a Christopher tanto como él a mí. Tenía todos esos sentimientos enredados, y sólo empeoraban con la idea de tener a otro hombre en mi vida. ¿Estoy cometiendo un error?

Observé el pergamino desecho, y lo volví a enderezar. Algo podía tomar de aquella idea, quizá un amor no correspondido, una forma de señalar mis sentimientos sobre Guillaume y Christopher. Seguí escribiendo con la tinta, inspirada con aquella historia distorsionada de mi idea principal. Si había un cambio particular, es que el hada ahora tenía ojos azules y sus alas eran de color oscuro. Representaba a mi propio ser en ella y en Salis, lo deseara o no, cada aspecto de la vida que plasmo en esas palabras y acomodadas en poemas eran sólo un reflejo de la mía.

Guardé todo con el mismo recelo de siempre, para que nadie leyese mis obras, y me acosté en la cama, abrazando mi almohada añorando que allí hubiera alguien a mi lado...

AdolescenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora