Cap. 17 - La playa - Las cuatro estrellas

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LAGO HAMUS, MONTES BALCANES (hoy Bulgaria)



Junto a los montes Balcanes y en un hermosísimo emplazamiento alfombrado de verde, estaba un lago azul de aguas tranquilas que por algún motivo parecía protegido y aislado de toda la maldad del mundo exterior. Los habitantes del lugar parecían inmunes a la corrupción y a las tentaciones aunque cada día eran más numerosos. Todo ahí era tranquilidad y no se había cometido un delito desde años atrás. Incluso casi habían desaparecido las clases sociales, nadie sufría hambre o frio y la sustentabilidad se basaba en la ayuda mutua y la idea buscar siempre el beneficio comunitario.

Existían los sacerdotes ciertamente, pero estos no tenían ningún privilegio y llevaban una vida incluso con más sacrificios que los oyentes. De este modo nadie ambicionaba el poder y si lo hacía, era por vocación de servir y no por la ambición de llevar una vida cómoda. Solo había un hombre con mayor jerarquía que todos los demás y ese hombre era venerado como un profeta salvador y protector al cual consideraban muy cercano a un dios. Ese era Nimrood, el inmortal, y la apreciación que la gente tenía de él era la de un hombre justo y piadoso, casi la encarnación de la sabiduría. Nadie en ese lugar sabía de la existencia de otro santuario arriba de la montaña, donde demonios caminaban hombro a hombro con su salvador y nadie sabía de los pactos secretos que el profeta había realizado por culpa de su eterno odio contra los cristianos.

Esa mañana se había reunido un grupo grande de seguidores en torno a la colina junto al lago y todos los integrantes miraban con suma devoción a Nimrood, quien ordenaba un par de sacerdotes nuevos para enviarlos a Europa del oeste, lugar en el que la secta poco había ganado terreno hasta ahora. El rito estaba en el momento cumbre pero al profeta lo distrajo la sorpresiva llegada de dos mujeres que se abrieron paso entre el grupo y aunque intentaron ser discretas, no lograron pasar desapercibidas a los ojos de Nimrood. Ambas eran muy bellas y jóvenes, pero curiosamente, opuestas casi en todo, incluso en manías. Una de ellas era morena, de ojos negros y de escuálidos brazos, mientras que la otra era compacta pero muy sólida, de músculos torneados y mirada aguerrida. Su cabello rojo apenas tocaba sus pómulos y sus ojos eran azules cual zafiros.

Al verlas llegar, Nimrood enmudeció y aunque al principio pareció molestarse, inmediatamente retomó su fachada piadosa y hasta detuvo los trabajos de arte que realizaba en la espalda descubierta de una sacerdotisa anciana. Entonces atendió a la pelirroja, como si ella fuera más importante que cualquier ceremonia de ordenación.

— ¿Que deseas Némesis, hija mía?

La joven se sorprendió por la interrupción involuntaria del rito y se apresuró a responder con su característico tono rudo en la voz.

— Tuve de nuevo ese sueño del que te hablé antes.

La voz de la chica, aunque sonaba firme y ruda, no provocaba desarmonía en aquella tranquila mañana. Al contrario, el tono grave de su voz era bello, elegante y melódico. El joven maestro, joven en apariencia al menos, alzó sus ojos negros y con solo mirarla la tranquilizó.

— Tenemos que hablar, pero dame unos minutos.

Ella asintió sumisa y entonces el muchacho de los cabellos negros y alborotados, regresó su atención a la espalda descubierta de la anciana que estaba hincada de espaldas a él. Juntó sus palmas como si fuera a orar y se preparó para realizar su habitual rito en el que les ponía una marca a sus discípulos. Colocó cuidadosamente sus manos con los dedos juntos sobre la piel de la sacerdotisa justo a la altura de los omoplatos y con esta acción dejó tatuadas un par de alas negras en la espalda superior de la anciana. No hubo dolor ni agonía, solo una sensación cálida que ni siquiera resultó molesta. Luego de su acción, Nimrood se alzó y lanzó esta oración final.

El Imperio sagrado III: Los malditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora