Cap. 24 - Los malditos - El triste Gabriel

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Mientras tanto, las catapultas de los magiares ya habían comenzado su asedio en la muralla y se habían colocado justo frente a la entrada del castillo negro, en el angosto sendero que subía desde el llano. Extrañamente, los asesinos no habían salido de su santuario y solo se dedicaban a dispararle a cualquier magiar que se acercara a más de doscientos metros de la muralla. A Árpad, líder de los magiares, no le parecía un hecho insólito el que los Assasiyin no hubieran realizado ninguna acción ofensiva, pues eso lo atribuía a que dentro del santuario había menos de dos mil soldados y salir a pelear a los campos era un riesgo innecesario para quien posee la ventaja de una muralla tan poderosa como aquella.

Sin embargo, todo cambio aquella mañana, cuando el día amaneció cubierto por una densa niebla que nublo la visión de los artilleros y soldados. De hecho, la niebla era tan densa que parecía que el sol no había acudido a su cita diaria con el mundo y que la noche se hubiera prolongo mucho más de la cuenta. Aquello no mermó los ánimos de los magiares para continuar su bombardeo, pero sí lo hizo las noticias que comenzaron a llegar provenientes del llano.

— ¿Que sucede Eled? ¿Qué es todo ese alboroto? — preguntó Árpad cuando vio a su primer hombre y consejero arribar a su tienda.

— Se trata de los espías mi señor, ha regresado con noticias.

Árpad intuyó la seriedad del asunto y quitó por fin sus ojos de la mesa de guerra que tenía al frente.

— ¿Y cuáles son esas noticias? anda, habla.

— Parece que un ejército se acerca por la ruta del mar negro. No sabemos cuántos hombres son, pero parece numeroso.

— ¿Bizantinos?

— No lo creo, un espía que se acercó lo suficiente pudo ver un par de alas en sus estandartes y ese es el símbolo del profeta Nimrood.

Árpad respiró profundo y entendió de inmediato que las reglas del juego habían cambiado desfavorablemente. Estrelló sus manos en la mesa y el coraje le desdibujó el rostro, sus dientes se apretaron con fuerza y la frustración lo hizo saltar de su lugar, aparentemente con ganas de golpear algo más, o a alguien.

— Maldita sea.

— Mi señor, si no nos retiramos ahora mismo, quedaremos atrapados en medio de dos ejércitos. Debemos retroceder.

— No dejaré que se me escape la oportunidad de tomar la meseta y el llano. Estos territorios son nuestros, nos pertenece por derecho.

— Señor, esta no es una oportunidad de tomar el territorio, más bien es una trampa y hemos caído en ella. Si no nos movemos rápido estaremos muertos para el anochecer.

— No podremos mover las máquinas de guerra. Deberemos quemarlas.

— Señor — trató de consolar Eled —. Estas tierras serán nuestras, solo que no será hoy.

Y Árpad:

— Lo único que me pregunto es si el griego sabia de la existencia de este segundo ejército.

Eled se mostró compresivo ante tal cuestionamiento pero a la vez le restó toda importancia diciendo así.

— El griego y sus amigos entraron a la ciudadela por detrás de la montaña. Nosotros éramos su respaldo y lo más seguro es que mueran ahí adentro. El griego ahora es el menor de sus problemas mi señor.

Árpad se rascó la oscura cabellera larga y volvió a sentarse bajando los brazos y mostrándose abatido y derrotado. «Derrotado antes de comenzar a pelear» Pensó.

El Imperio sagrado III: Los malditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora