Cap. 18 - El monte de Cumas - Retribución

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Cuando los tres rezagados jinetes alcanzaron la expedición en medio del sendero, se armó rápidamente un alboroto debido a la llegada de un nuevo miembro al grupo: "Una mujer herida" comenzaron a rumorar los trabajadores y los soldados y aquellas voces rápidamente llegaron hasta Ferdinand, quien se detuvo para a esperar ser alcanzado y detuvo con él a toda la procesión. Su segundo hombre, un tipo rudo con una enorme cicatriz en el rostro y cuya edad rondaba los treinta y cinco años, se acercó a él y hablándole en voz baja y de forma desaprobatoria le dijo así.

— No puedo creerlo, tanto alboroto por una ramera latina.

Ferdinand lo miró serio sin decir una sola palabra y así se quedó por largos e incómodos segundos, hasta que el hombre, cediendo ante la mirada penetrante de su superior, bajó la vista y se alejó muy apenado. A Ferdinand no le había gustado la forma de expresarse y el soldado lo supo enseguida.

El caballero negro entonces le retiró la vista a su vasallo y recibió a los recién llegados con una enorme interrogante dibujada en el rostro. Pero ni Lance ni Athan ni Nivia hicieron mucho caso a las habladurías y continuaron cabalgando muy despreocupados y tranquilos, como si esperaran pasar inadvertidos y esperaran que la mujer que llevaban cargando no fuera motivo de asombro para la gente. Ferdinanand espoleó al caballo y enseguida los alcanzó, haciendo que toda la procesión completa se moviera con él.

— Y bien, veo que habéis encontrado algo relevante en la villa, además de cenizas. ¿Es bonita al menos? vale la pena tomarse tantas molestias por ella.

— Si la dejábamos en ese lugar iba a morir — le respondió Lance y el español alzó una de sus pobladas cejas negras.

— Bueno, no me gusta ser aguafiestas pero la damisela se ve muy mal, creo que morirá de todos modos.

— Quizás, pero aun así no podíamos dejarla.

— Vale, si lo que necesitas es una mujer, yo tengo dos hermanas vivas que puedo presentaros, no necesitáis andar levantando cadáveres por el camino.

Lance se extrañó por el comentario y acudió por fin con la vista para encontrarse con la mirada cínica y jactanciosa del español.

— No la quiero para eso — le respondió el joven algo molesto —. Solo intentamos salvarle la vida.

— Estoy bromeando muchacho, puedo ver en tus ojos que no sois de los que tomarían a una mujer contra su voluntad, sois demasiado joven e inocente para eso. Pero debéis estar consciente que con esas heridas, esta mujer no se va a salvar. Aun cuando logre pasar la noche, sus heridas comenzaran a tornarse negras y le envenenarán la sangre.

— Ya veremos.

— Sois testarudo e ingenuo... pero admiro tus ganas de ayudar, yo era igual de niño — el español se llevó la mano a la barba de perilla mientras añadía —. Entonces, ¿Qué dices sobre mis hermanas?

— ¿Disculpa?

— Necesito casarlas antes de que se pongan viejas y tú podrías ser buen esposo.

— No seré buen esposo, moriré muy joven.

El español fijó su vista al frente, al sendero, y haciendo un gesto de decepción continuó la charla de forma confianzuda, como si ya considerara al muchacho uno de sus viejos amigos.

— Si ya lo sé.

Lance se extrañó nuevamente con aquella respuesta.

— ¿Cómo lo sabes?

— Porque los testarudos e ingenuos mueren jóvenes.

Athan, quien venía atrás, al lado de Nivia, intervino también con un aire de fastidio que no era raro ver en él.

El Imperio sagrado III: Los malditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora